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Columna
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¿Podría detenerle, señor, por favor?

En el sueño, Juan Urbano era policía y patrullaba por la ciudad cuando, de repente, pasó por delante de una sucursal bancaria que, por algún motivo que al despertar no iba a comprender, tenía tres puertas, una de color rojo, otra blanca y otra verde.

Vio que todas se abrían furiosamente y que por la primera salía un atracador con una media de nailon marrón tapándole la cara, una maleta que goteaba billetes de cien euros en la mano izquierda y una escopeta de caza con los cañones recortados en la derecha; por la segunda, aparecía un terrorista que, vaya Sigmund Freud a saber por qué, llevaba escrita en la frente la palabra "zulo"; y por la tercera, la verde, se dejaba ver un político con bandera en la solapa y armado con una lupa que tenía el cristal cubierto con pintura negra.

Qué raros son los sueños, casi tan raros como lo es la realidad

No se sabe si sería porque, justo antes de dormirse, había leído en el periódico la noticia de que un ciudadano ecuatoriano acababa de fallecer en un ambulatorio de Colmenar Viejo, tras ser perseguido, arrestado y llevado a comisaría; o si la causa de la pesadilla era que el relato de ese suceso llovía sobre mojado estos días, tras la detención violenta de dos etarras en Mondragón y las protestas de algunos por las lesiones que sufrieron durante su captura.

El caso es que el comportamiento del agente Urbano fue raro. Para empezar, antes de salir del coche, vació el cargador de su pistola, metió la porra en la guantera y se inmovilizó los dedos de la mano derecha con cinta aislante.

Después, se acercó a los dos presuntos delincuentes, les dio el alto, se identificó enseñándoles su placa reglamentaria y, para terminar, les conminó a que lo acompañaran al café de la esquina, donde, con mucho gusto, les invitaba a desayunar, por supuesto siempre y cuando no tuviesen ningún otro compromiso o hubieran quedado con alguien.

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El etarra le soltó una bofetada e intentó huir a la carrera, cosa que no pudo hacer porque acababa de esposarse a él, por lo que pudiera pasar.

Y, en cuanto al atracador, llamó por el móvil a su abogado y a un amigo médico; pero a pesar de todo logró convencerlos con buenas palabras y los tres entraron en el bar, seguidos de cerca por el político, que en ese instante sacó un pañuelo blanco y lo levantó en el aire, sin duda para ver de qué lado soplaba el viento.

"Miren ustedes, caballeros", dijo el sargento Juan Urbano, "si no tienen inconveniente, me voy a ver obligado a llevármelos, a ser posible por las buenas; no me lo tomen a mal, ustedes se han salido de la Ley y mi trabajo es que la Ley se respete, sólo eso. ¿Les apetece tomar unos churros o algo de bollería con el café?" El terrorista le arrojó a la cara la leche hirviendo que acababa de dejar sobre la barra el camarero.

Juan dio un grito de dolor.

El atracador aprovechó que se secaba los ojos con una servilleta para robarle la cartera. El político ordenó: "¡Ponga otra jarra!", e hizo una llamada a su secretaría para que se convocase de inmediato una conferencia de prensa.

"De acuerdo, de acuerdo", dijo el sargento Urbano, intentando contenerse.

Él también había leído los diarios estos días, y sabía que cualquier exceso o descontrol, cualquier resistencia que pudiese oponer a la resistencia que le oponían a él los sospechosos, podría ponerle en un aprieto.

Sin ir más lejos, al ciudadano de Ecuador fallecido en la localidad madrileña de Colmenar Viejo le mandaron parar su coche cuando, según la versión oficial, lo conducía de forma temeraria y con "evidentes signos de embriaguez".

Pero no obedeció, sino que hizo una maniobra desesperada, dejó el coche atravesado en la carretera e intentó escapar a pie.

Lo alcanzaron, fue llevado al cuartel de la Policía Local y cuando dijo que se encontraba mal, lo trasladaron al centro de salud, donde falleció.

El Juzgado, como es lógico, ha abierto una investigación, y los familiares del difunto han solicitado ayuda a su Embajada, porque sospechan que "hubo cierto exceso de fuerza" en la detención.

"Señores, no me obliguen ustedes a pasarme de la raya", suplicó Juan a sus acompañantes. "¿No se dan cuenta de lo complicado que resulta forcejear con alguien sin recurrir a cierto exceso de fuerza?".

En ese momento, cuando uno de ellos le iba a clavar el cuchillo de la mantequilla, Juan Urbano despertó, se palpó el pecho, se frotó los ojos, encendió la lámpara de noche, vio que vestía el pijama a rayas en lugar del uniforme color azul y dejó escapar un suspiro.

Qué raros son los sueños, casi tanto como la realidad.

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