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La precampaña electoral
Columna
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El fatalismo de las crisis

Josep Ramoneda

La política también cuenta en las crisis económicas. Hay una cierta tendencia a leer los procesos económicos en términos técnicos, como si se tratara de ciclos tan inexorables como los de la naturaleza, de los que finalmente nadie es responsable. Y, sin embargo, es obvio que no hay economía sin la mano humana que la nutre. De modo que el clima político-ideológico de cada momento tiene mucho que ver con las cosas que ocurren.

Hemos vivido unos años de jolgorio ideológico en que el mercado, que por definición es un instrumento, se ha convertido en el horizonte insuperable de nuestro tiempo. Siempre que el instrumento se convierte en fin deberían dispararse los mecanismos de sospecha intelectual. Pero una verdadera burbuja ideológica ha acompañado a la burbuja financiera. Tanta ideología falsamente liberal, tanta insistencia en que cualquier forma de control es letal para la eficiencia del mercado, tanta pasión desreguladora, tanta fascinación por el enriquecimiento fácil y rápido: ahora vemos los resultados. No hay que ser científico para entender que cada movimiento ascendente tiene su punto catastrófico. Y que es tan importante acompañar la subida como garantizar las condiciones del aterrizaje. Cuando los controles se relajan, cuando los que tienen que encender las señales de alarma miran a otra parte fascinados por la rueda de la fortuna, cuando los Gobiernos sólo ven cifras de crecimiento y dinero a mansalva, los círculos virtuosos se desdibujan sin que nadie quiera saber cómo ha sido. Y probablemente pasará la crisis, empezará un nuevo ciclo y se repetirán exactamente los mismos vicios de desprecio a las señales negativas, de negligencia ante los riesgos, de dejar hacer hasta la próxima caída. Dicen que es la lógica del sistema. Y que contra ella no se puede ir. La situación me recuerda una frase que pronunciaba a menudo Ernest Lluch: "Qué desastre debía ser el comunismo que aún funcionaba peor que el capitalismo".

Me ha gustado oír el análisis de un alto ejecutivo de una multinacional española: "Cualquier persona medianamente formada sabe que los mercados sólo son perfectos en unas condiciones teóricas que nunca se dan en la realidad. Por eso son indispensables los organismos reguladores. El fracaso de éstos en la economía norteamericana ha sido escandaloso. Se han permitido cosas que autorizan a hablar legítimamente de estafa. ¿Quién les exigirá responsabilidades?".

Con todo, lo que me parece más preocupante es el doble juego de la ocultación y de la fatalidad. Ocultación en el espacio político, ocultación en el espacio económico, siempre con el piadoso argumento de que hablar de crisis es la mejor manera de fomentar la crisis. En la política, el Gobierno no tiene otro discurso que relativizar el mal momento económico con los buenos resultados del pasado reciente y la oposición, alimentar el discurso de la crisis para que cunda el pánico y la ciudadanía se asuste y vote a la derecha. Son dos formas de ocultación, ninguna de las dos actitudes contribuye al conocimiento de la realidad de la situación ni aporta respuestas específicas que ayuden a pasar mejor el trance.

Y ocultación, también, en el mundo económico, en que los datos negativos en determinados sectores empresariales se acumulan sin que nadie aflore informaciones que ayuden a comprender lo que ocurre. Un ejemplo: venimos oyendo sistemáticamente que en España no hay hipotecas subprime. Una hipoteca por el valor total de un inmueble, a partir de una tasación sobrevalorada, y con cuota variable, si no es una subprime se le parece mucho.

Lo más fascinante, sin embargo, es la fatalidad con que los propios actores empresariales asumen estos ciclos y estas crisis. Ahora, muchos de ellos dicen que ya se veía venir. Y puedo acreditar el testimonio de algún importante empresario que ya lo dijo hace dos años. Pero si se veía venir, si hace dos años se sabía que esto podía acabar mal, ¿por qué ni siquiera los que lo dijeron hicieron nada para cambiar el rumbo? ¿Por qué brillantísimas mentes financieras y empresariales se han visto metidas en este lío sin poder evitarlo? ¿Tal es el grado de fatalidad sistémica? ¿O hay que recurrir a las peculiaridades de la bestia humana y reconocer una vez más las limitaciones de la especie? ¿Y si al final resulta que detrás de tanto discurso ideológico, de tanta especulación teórica, de tanta solemnización del poder y de los dineros, lo único que hay es la codicia humana?

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Quizás, finalmente, todo se explique porque cuando el dinero se pone fácil, y todos los del entorno se enriquecen exponencialmente, ni siquiera el más lúcido del lugar es capaz de reprimirse y se ve impulsado a entrar de modo inexorable en la espiral del siempre más, de la insaciable voluntad de poder, convencido de que no hay límites y que el que acabará pagando será otro.

¿Es este el fatalismo de las crisis del sistema? Si fuera así estaríamos más necesitados de psiquiatras que de economistas.

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