Burbujas
Mi libro del año ha sido la novela Introitus Lapidis, de Jim Dodge, una bildungsroman llena de imaginación y de humor. Con unos personajes arrolladores en su propio exceso -alguno especialmente memorable- y firme heredera de la novela romántica de iniciación, a veces cae víctima de su propia maquinaria paródica, pero nos muestra que la poesía, la intensidad y el riesgo son el lugar de la literatura. Nos muestra igualmente que la erudición no está reñida con la frescura de una invención soberbia. Ese mundo no es el mundo, aunque nos hable de él, es algo muchísimo mejor, y permítanme que me quede con esa impresión gozosa porque ahora mismo no estoy para añadidos morales.
La novela de Dodge me ha gustado desde luego mucho más que Yuma y el cantero sagrado, de Sarhita Medan, a la que no merece la pena dedicarle una sola línea. Sí les comentaré que, pese a su nombre exótico, la autora no es hindú ni cosa por el estilo, sino de casa, y que su nombre verdadero bien pudiera ser Sara. Digo que bien pudiera ser porque vivimos en plena orgía onomástica. Cuando cada inicio de curso tengo que leer la lista de mis alumnos, lo hago con el temor de no acertar en qué lengua he de hacerlo, pues puede ocurrir que nombres aparentemente españoles haya que leerlos en inglés o en checo. Cuestión de belleza. Si la identidad personal comienza ya con el nombre que le ponen a uno, tengo que reconocer que las nuevas generaciones tienen esa batalla ganada de antemano, aunque no sé si eso es ninguna ventaja. La verdadera identidad hay que ganarla a pulso y no nos la regala nadie; además, puede que un nombre solitario no sea más que eso, un nombre solitario. A todo esto, les confesaré que ni Sarhita, ni Yuma, ni el cantero sagrado existen de verdad, algo que suele ocurrir con frecuencia en ese tipo de novelas. Me los acabo de inventar para entretenerme un rato.
La estética se está convirtiendo en la principal argucia de la banalidad
Es fantástico que se sepa ya, con cinco años de antelación, el número de visitantes que va a tener Tabacalera anualmente: 435.000. Lo que no entiendo es por qué hay tantos ceros en esa cifra, ya que, si me atengo a mis cálculos, me salen exactamente 435.628,72 visitantes. Todo precio debe llevar decimales, más si tenemos en cuenta lo caro que es el céntimo de euro, y ese es el precio de Tabacalera. Entiéndanme, no es lo que va a costar, que son 75,61 millones de euros, sino su precio festivo, el argumento del coste. Me pregunto qué ocurriría si las previsiones nos dieran un precio de 23.422,18 visitantes al año. ¿Merecería la pena si así fuera? Mi respuesta sería afirmativa si el proyecto la mereciera, es decir, en caso de que generara ganancias, por intangibles que pudieran parecer, y no pérdidas. ¿Cuántos visitantes tiene al año un hipermercado? ¿Continuaría abierto si esos visitantes sólo generaran pérdidas? Es verdad que 435.628,72 visitantes no son el único justificante de un centro cultural, sino que también lo son los beneficios que pueden aportar aquéllos al hipermercado urbano. Ciertamente, la estética se está convirtiendo en la principal argucia de la banalidad. Ahora mismo es la ideología dominante.
Tiene razón mi admirado José María Ruiz Soroa cuando habla de "filosofía del realquilado" al referirse a la reacción que provoca en algunos nuestra peculiar batalla por los símbolos. No sólo en los políticos, sino en ese amplio sector de la población que no es nacionalista. Frente a la orgía simbólica que divisamos en el lado nacionalista, en el otro lado nos encontramos con una pasividad desinteresada que no es debida sólo a la prudencia. Les echamos, además, una mano para que nos abofeteen. Reconozco que en mi falta de interés por ese frenesí simbólico puede haber una motivación estética. O, mejor quizá, antiestética. El feísmo y la cursilería son la materia prima de la estética de masas y son esos los componentes de los discursos, las manifestaciones y la ideología nacionalista. Abominar de ellos comienza a ser ya simple cuestión no de estética, sino de buen gusto. Pobre instrumento cuando todo parece confabularse para borrarlo del mapa.
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