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Reportaje:ESPAÑA

El juez telegénico

Gómez Bermúdez condujo el juicio del 11-M de forma impecable, pero las mismas cámaras que lo ensalzaron fueron testigos después de su tropiezo con la fama

El flechazo fue inmediato. Inmediato y mutuo. El 15 de febrero, las cámaras de televisión se enamoraron del juez Gómez Bermúdez y él supo estar a la altura. Durante cuatro meses y medio, y a razón de tres días por semana, el idilio no desfalleció. Javier Gómez Bermúdez, el juez del 11-M, manejó durante 57 sesiones sin desperdicio un proceso muy complejo, donde el dolor y el mal se sentaron muy cerca, pero donde la insidia y la mentira también llegaron de vez en cuando a convertirse en protagonistas. Nunca un guionista trabajó con mimbres tan poderosos: las víctimas, con su terrible dolor a cuestas; los sospechosos, de mirada buida, encerrados en una habitación de cristal blindado; la niebla densa y negra de la conspiración, intentando envolverlo todo... Sólo hacía falta un buen realizador. Y lo hubo.

El juez dominaba el sumario gigantesco, la informática, la psicología y hasta el tema de los explosivos
Al día siguiente de que su mujer presentase el libro, Gómez Bermúdez se acercó a pedir perdón a las víctimas
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Gómez Bermúdez alcanzó el 2 de julio siendo un gran desconocido. Sí, es verdad que ya para entonces todo el mundo conocía su rostro y su voz, su calva tan característica y esa manera suya de meter en vereda a quien -desde el rincón de los abogados o desde el de los presos- intentaba subírsele a la chepa. Nada más empezar el juicio, el abogado Endika Zulueta y el delincuente Rafá Zouhier probaron en sus carnes la dureza de sus desplantes. Pero el otro Gómez Bermúdez, el que manejaba con precisión de relojero los asuntos colaterales del proceso, seguía siendo un gran desconocido. Y tanto mérito tenía manejar el juicio como controlar sus circunstancias. Tal vez sea ahora el momento de contarlo. Porque, desde entonces hasta ahora, no sólo ha pasado el tiempo...

Gómez Bermúdez no descansaba. El espectador -acostumbrado a Gran Hermano y otros excesos- tiende a pensar que, cuando la cámara se apaga, la vida también se va a negro. Y lo cierto es que, ciñéndonos al juicio, así sucedía con la inmensa mayoría de sus protagonistas. Los otros dos magistrados que componían el tribunal -Alfonso Guevara y Fernando García Nicolás- aprovechaban los 20 minutos de descanso para marcharse juntos a tomar un café y unos churros a un bar cercano del paseo de Extremadura, donde sus guardaespaldas difícilmente lograban confundirse con la parroquia local, por lo general jubiladas con zapatillas de deporte blancas que regresaban de dar su paseo y paraban a desayunar antes de hacer la compra. La fiscal Olga Sánchez se recluía en su despacho. Los acusados eran conducidos por la policía a los calabozos, donde aprovechaban para rezar o departir con sus abogados. Y la mayoría de éstos salía a la calle a fumarse un pitillo o a tomar café de máquina y sándwiches plastificados en la primera planta del edificio de la Casa de Campo de Madrid. Gómez Bermúdez, sin embargo, seguía trabajando.

Sin quitarse la toga, el juez aprovechaba esos 20 minutos fuera del control de las cámaras para recibir a algún invitado ilustre -fundamentalmente, directivos de medios de comunicación- y para bajar a la sala de prensa, instalada en el sótano. Allí, y a través de grandes monitores de televisión, los periodistas especializados en tribunales seguían el juicio e iban pergeñando sus crónicas. Gómez Bermúdez -el otro Gómez Bermúdez- adoptaba entonces un tono muy distinto al que le requería la sala del juicio, las cámaras de televisión encendidas, el rostro siempre serio de las víctimas. Allá abajo, el juez departía amigablemente con los periodistas, a los que explicaba solícito algún aspecto de la sesión o del procedimiento que no les hubiese quedado claro. Se le notaba a gusto, relajado, sonriente, llamando a cada uno por su nombre. Incluso a veces se llevaba tras de sí a los alumnos de algún colegio y los dejaba encandilados. Su atención sólo se desviaba cuando a su ordenador portátil -un invento que le cabía en la palma de la mano y que llevaba convenientemente protegido por una funda de cuero marrón- le llegaba algún mensaje electrónico. Entonces, Bermúdez torcía el rostro en un ademán suyo muy característico y, con un puntero, resolvía el asunto. ¿Desde dónde le llegaban esos mensajes urgentes que requerían urgente respuesta?

Cuando terminaban los 20 minutos de descanso, Gómez Bermúdez reanudaba la sesión. El reportero, poco ducho en juicios, lo observaba con asombro y un punto de admiración. ¿Tendría Gómez Bermúdez un doble? El del estrado no tenía nada que ver con el del sótano. Allá arriba, sin apenas apoyarse en sus compañeros de tribunal, el juez telegénico constituía por sí solo un espectáculo digno de ver. Su conocimiento del sumario -más de 100.000 folios-, de la informática -en un abrir y cerrar de ojos localizaba cualquier pieza en su ordenador portátil-, de la psicología -sacaba y metía a los sospechosos en la habitación de cristal blindado para que el presentido motín nunca llegara a estallar- y hasta de los explosivos -un galimatías que a los propios expertos traía de cabeza- terminaron por convencer a todos de que, si en la Audiencia Nacional había un maestro de ceremonias a la altura del juicio del 11-M, ése sin lugar a dudas se apellidaba Gómez Bermúdez, tenía 45 años y era de Málaga. A las dos y media de la tarde -minuto arriba o minuto abajo-, el juez suspendía la sesión, las cámaras se volvían a fundir en negro y él se marchaba... a seguir trabajando.

Por la parte de atrás, y como alma que lleva el diablo, el coche blindado del juez Gómez Bermúdez surcaba la Casa de Campo con destino a cualquier restaurante de la ciudad. Allí, el juez del 11-M seguía hablando del juicio del 11-M. Su interés declarado era que la luz entrara de lleno en la sala de vistas y nadie se pudiera quejar de que todas las tesis, por descabelladas que pudieran parecer a una mente sana, no hubiesen llegado a ser objeto de controversia. Y a fe que lo consiguió.

Desde el día 15 de febrero hasta el 2 de julio, en la sala de vistas se vio y se escuchó de todo. En la memoria de los presentes quedará para siempre la tarde en que un abogado de la defensa -el de Jamal Zougam- intentó colar una prueba falsa para vincular a ETA con los islamistas (Gómez Bermúdez lo cazó enseguida y le echó una bronca de padre y muy señor mío). O la mañana que uno de los letrados de la AVT interrogó a un jefe policial como si se tratase de un delincuente. O aquella sesión en que otro de los abogados de la asociación de víctimas que preside Francisco José Alcaraz trató con el apelativo de señor a un terrorista de ETA -el mismo abogado, por cierto, que en su calificación final pidió la absolución de Zougam, condenado finalmente a 40.000 años de cárcel...-. A veces fue tanto el despropósito conspirativo, la fabulación en busca de meter a ETA en el macabro tinglado, que lo verdaderamente importante -el análisis de las pruebas, la valoración de los indicios, la declaración de los testigos- fue pasando a un segundo plano. O, al menos, a un segundo plano mediático. Y aquí es donde el juez Gómez Bermúdez, con su actuación en el estrado pero también con su infatigable labor a la sombra de las cámaras, consiguió la cuadratura del círculo, la piedra filosofal. Durante el tiempo que duró el juicio -y aun durante el largo verano que precedió a la lectura de la sentencia- logró que el fuego cruzado que lo invadía todo lo rozara a él sin hacerle daño. El hombre invisible era, curiosamente, el más visible de todos.

El 7 de julio de 2007, el juicio ya había quedado visto para sentencia y Gómez Bermúdez era, sin lugar a dudas, el hombre 10. Aquella tarde, en el programa La ventana de la cadena SER, entrevistaron a su esposa. Elisa Beni, jefa de prensa del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, contó encantada cosas de su marido, ya un hombre famoso. "Lleva bien la fama, porque le paran por la calle y le dicen cosas muy hermosas, como que han vuelto a creer en la justicia gracias a él. Javier me dice que le destrozan el pudor. Cuando nos conocimos, yo era periodista y él era mi fuente. (...) Yo le dije un día: 'Déjame que te afeite la cabeza'. Y le gustó. Los primeros meses le afeité yo y luego aprendió y se afeitaba solo. Lleva nueve años así. (...) Escucha ópera y música clásica, jazz, flamenco. Hubo un tiempo en que no podíamos estar juntos, y cuando él pensaba en mí, pensaba en el Ojalá estuvieras aquí, la canción de Pink Floyd. Un día me introdujo la canción en uno de los cuadernos que yo llevaba para tomar notas. (...) Desayuna té rojo y a veces cereales, miles de kilos de cereales, porque es muy goloso. Y vamos juntos todas las mañanas al gimnasio. (...) Escribimos un libro, un manual jurídico para periodistas. Él se deja convencer fácilmente por mí, y además le gusta mi redacción. Y trabajamos muy bien juntos. Yo podría pasarme horas hablando de Javier, pero no es el momento...".

Aquella declaración en la radio no tuvo mayor repercusión, nadie fue capaz de darse cuenta de que una puerta se cerraba y otra se abría. A la vuelta del verano, el juez regresó a la Casa de Campo para leer la sentencia. Aquella mañana del 31 de octubre, todavía era un hombre inmune al que nadie había atacado y del que todos sin excepción esperaban mucho. La inmensa mayoría, justicia. Y hasta esa oscura minoría empeñada en buscarle tres pies al gato parecía mantener cierta esperanza de que al menos un párrafo de la sentencia les permitiera seguir dedicándose al enredo. Unas líneas diciendo que tal vez ETA, o que quizá no se investigó bastante, o que el juez del Olmo y la fiscal Sánchez... Pero precisamente las primeras palabras de Gómez Bermúdez estuvieron dedicadas a dejar muy claro que, de conspiración, nada de nada, y que de ETA, menos aún. Que la instrucción y la labor de la policía fueron correctas y que, detrás de los 192 asesinatos y de los miles de heridos, sólo estaba el terrorismo islamista... No había terminado de hablar y Gómez Bermúdez ya había perdido el salvoconducto. De pronto le resultó inútil haber invitado a los jefes de los conspiradores a la intimidad de su despacho en la Casa de Campo. Tal vez habían tomado su transparencia como complicidad, y se sintieron traicionados.

Por si fuera poco, para Elisa Beni ya había llegado "el momento" de "pasarse horas hablando de Javier". Aunque, en vez de horas, fueron páginas: 368 páginas, exactamente. Beni había escrito un libro durante el tiempo en que su marido gozaba de todas las bendiciones, pero osó publicarlo justo en el momento en que le caducaba la inmunidad. Y la obra -escrita a mayor gloria de Gómez Bermúdez, quien posó muy serio para la portada y luciendo las puñetas de la toga- se convirtió en un bumerán. La noche de la presentación, a Gómez Bermúdez se le vio por primera vez incómodo, deslumbrado por las mismas cámaras que tanto le quisieron, convertido a su pesar en un personaje más de los programas del corazón.

Al día siguiente, el juez se acercó a pedir perdón a las víctimas, que contemplaban estupefactas el espectáculo.

Sala blindada desde la que fueron juzgados los 18 encausados por el atentado del 11-M. En primer término, Rabei Osman el Sayed, Mohamed el Egipcio.
Sala blindada desde la que fueron juzgados los 18 encausados por el atentado del 11-M. En primer término, Rabei Osman el Sayed, Mohamed el Egipcio.EFE
El juez Javier Gómez Bermúdez, que presidió el juicio por los atentados del 11-M.
El juez Javier Gómez Bermúdez, que presidió el juicio por los atentados del 11-M.AFP

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