"Mi deber ahora es ejercer de viuda"
Viste de negro. Habla en voz baja. Sonríe de forma dulce. Parece tímida. No lo es. Cada vez que el camarero le retira un plato se vuelve hacia él y le susurra: "Gracias, estaba exquisito". Marina Litvinenko, de 34 años, arrastra una historia espeluznante: su marido, Alexandr Litvinenko, un espía ruso huido a Inglaterra tras denunciar las cloacas del régimen de Putin, fue envenenado en Londres el 1 de noviembre de 2007 con una sustancia radiactiva fulminante y letal, plutonio 210, disuelta en un té con limón ofrecido, según la policía británica, por otro antiguo agente secreto del KGB. La truculencia del episodio no casa con la calma de Marina. Uno se imagina a la mujer de un espía de otra manera.
La esposa del espía ruso envenenado con plutonio revive el caso en el cine
Ha viajado a Madrid para promocionar el documental, basado en su marido, del director Andréi Nekrasov, El caso Litvinenko. Se sienta a la mesa, se deja aconsejar por el camarero, pide resueltamente ¡un té con limón! para beber con la comida y comienza: "Alexandr sólo tomó dos sorbos de té aquel día. Si se hubiera tomado el vaso entero, habría muerto esa noche". Entonces mira desde el fondo de los ojos y describe con precisión aquella noche: "Él, Sasha (Alexandr), supo desde el primer momento que había sido envenenado: de madrugada, antes de ir al hospital, me dijo que se despertó sintiendo que el corazón se le había parado unos segundos. Después se puso a abrir ventanas porque se quedaba sin aire".
A esto siguió una agonía televisada de 20 días, en los que Litvinenko, tras quedarse sin pelo, sintió cómo sus órganos internos se cuarteaban minuto a minuto. "Sólo unas pocas horas antes de que muriera Sasha descubrieron qué sustancia le había matado. Un poco más y no sabríamos nada. El plutonio 210 no se habría descubierto con la autopsia porque sólo se puede detectar en alguien vivo. Así, habría sido una suerte de crimen perfecto", añade.
A pocos metros, en otra mesa, se encuentra su hijo Anatoli, de 13 años, que come con unos amigos, entre los que se cuenta el director del documental. Marina le da permiso para pedir pizza. "Cuando Sasha decidió escapar de Rusia, en diciembre de 2000, e irnos a Londres, donde mi hijo y yo seguimos viviendo, lo hicimos casi de un día para otro. Casi sin equipaje. Sin preparar nada. No sabíamos el idioma, ni de qué íbamos a vivir, pero yo, sobre todo, me preguntaba si Anatoli estaría bien fuera de Moscú. Si Anatoli estaba bien, nosotros dos, Sasha y yo, estaríamos bien".
Luego regresa a su té con limón y a su historia: "Yo también inhalé plutonio, de tantos días pasados cerca de Sasha, cuidándole. No me ha causado por ahora ninguna enfermedad, pero me han dicho que tengo más riesgo de padecer cáncer". Antes de encarnarse en símbolo, Marina trabajaba, tanto en Londres como en Moscú, de profesora de baile de salón. Ahora le gustaría reemprender una vida de persona normal, pero cree que aún no es el momento: "Mi deber es ejercer de viuda, hacer que el mensaje de mi marido, que está en este documental, se oiga por el mundo".
¿Por eso viste de negro? "No siempre voy así. De hecho, cuando voy a comprarme ropa con mi hijo Anatoli, éste escoge para mí las faldas más coloridas. Y me las pongo. Mi hijo me cuida: sabe que si yo estoy bien, él está bien".
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