Rock en el frenopático
En un hospital psiquiátrico de Buenos Aires se realiza semanalmente un programa de radio, 'La Colifata', por parte de los internos. Tratan de demostrar que los centros no protegen a los de dentro sino a los de fuera
Soy el doctor Villa del hospital Borda, y he venido a manifestarme contra los trasplantes de órganos. Definitivamente, no hay un corazón exactamente igual a otro. Ni un riñón igual a otro. En consecuencia, los trasplantes deberían estar prohibidos. La igualdad, señores, es una utopía. Si no existe entre los hombres, ¿cómo va a existir entre los órganos?
El argumento del doctor Villa contra los trasplantes es estrambótico, pero el propio doctor lo es aún más: lleva un gorro rojo y una vieja chaqueta tachonada con quemaduras de cigarrillo. Le faltan dos dientes. Y es que en realidad, Villa ni siquiera es médico sino interno del hospital psiquiátrico José Borda, el centro público más importante de Buenos Aires, donde lleva cuatro años siguiendo tratamiento contra la esquizofrenia.
No queremos ver a los locos, pero todos podemos cruzar la delgada frontera de la cordura
Con menos pastillas y más programas de reinserción, los internos son más felices y más baratos
El hospital Borda parece el escenario de una película de terror, y de hecho, lo ha sido. La dictadura militar lo usó como centro de detención clandestino y quemó en sus hornos a desaparecidos. Su gran edificio central ostenta la estética fascista típica de las obras públicas peronistas, y bajo sus ventanas se acumulan las marcas de humedad. Frente a la capilla hay una estatua tamaño natural de la Virgen María recibiendo el cuerpo muerto de Jesucristo. En la puerta, me topo con un patrullero que lleva a un hombre desnudo y tatuado hacia la penitenciaría para locos peligrosos, un recinto con muros de 12 metros de altura y alambre de púas.
Hoy, no obstante, una inesperada multitud se agita en el patio trasero del manicomio. Aparte de los enfermos con la mirada perdida y los enfermeros vestidos de blanco, se aglomeran casi 300 jóvenes fumando cigarrillos y bebiendo mate. Muchos de ellos llevan dreadlocks en el pelo. Algunos lucen camisetas de grupos de rock. Ninguno parece mayor de 25 años. La escena recuerda más al festival de Woodstock que a una institución mental. En realidad, estos chicos no han venido a visitar a ningún interno, sino a ver a Manu Chao.
Manu es el invitado de hoy en la radio La Colifata, que todas las semanas transmite un programa hecho por los pacientes del hospital Borda. La lista de invitados al programa incluye a gente como Francis Ford Coppola, pero para los internos, el cantante es especial. En su último videoclip, Rainin' in paradise, dirigido por Emir Kusturica, reclutó como coprotagonistas a tres pacientes. Ahora piensa quedarse unos días en los patios grabando a los voluntarios con un estudio móvil. Y no le faltarán voluntarios con experiencia: la radio lleva más de 15 años poniendo en las ondas a personas con disturbios psiquiátricos.
Durante las primeras emisiones de la radio -me explica una de las productoras-, los locos trataban de ocultar su locura y fingir normalidad. Querían hacer lo que consideraban necesario para ser aceptados. Hablar como los demás. Progresivamente, fueron descubriendo que la radio los acepta como son, que precisamente se trata de poner en antena su voz real. Y finalmente, esa voz empezó a ser emitida en programas de gran audiencia, como el de Lalo Mir. Eso mejoró significativamente su autoestima. Estar recluidos, apartados de la sociedad, produce en ellos la sensación de ser despojos, gente que no tiene derecho a comunicarse con el exterior. Pero las ondas radiales atraviesan los muros.
Después del alegato del doctor Villa, llega la sección deportiva del programa. Un paciente narra los partidos de la jornada y comenta los resultados. Se indigna con la actuación del Lanús y critica la actitud de los hinchas del Boca Juniors. Hasta ahí, todo parece normal, salvo porque es sábado. Esos partidos aún no se han jugado. El cronista está contando el futuro.
Los "colifatos" no sólo son un proyecto terapéutico. Tienen un objetivo social mucho más ambicioso, que puede sonar incluso paradójico: quieren la desaparición de los manicomios. Para ellos, los centros de internamiento no cumplen una función curativa, sino aislante. No protegen a los de dentro, sino a los de afuera: los ciudadanos no queremos ver a los locos. Nos disgusta que aparezcan desnudos mientras cenamos en una terraza. Nos repugna que se pongan a llorar encima de nuestro coche. Los manicomios guardan una parte de nuestra sociedad que no queremos reconocer, y la atiborra de pastillas para adormecerla. Con ese sistema, se ahorra bochornos a los de afuera, pero se condena a los de adentro al exilio, y por lo tanto, se impide su curación.
Quizá ni siquiera hay algo que curar. Según el fundador de la antipsiquiatría, Thomas Szasz: "La noción de enfermedad mental se emplea hoy en día sobre todo para confundir y justificar hábilmente los problemas existentes en las relaciones personales y sociales, tal como la noción de brujería fue utilizada con igual fin desde comienzos de la Edad Media hasta bastante después del Renacimiento". En efecto, los residentes de los hospicios han ido cambiando durante la Historia: en el siglo XV, las viudas y los borrachos eran carne de asistencia social y llenaban los pabellones que hoy llamamos psiquiátricos, que congregaban a todo el que no pudiese hacerse cargo de sí mismo por cualquier causa.
El sistema, tal como lo conocemos, comenzó a forjarse en el siglo XIX, cuando se inició la urbanización a marchas forzadas. Hasta entonces, en el mundo rural, las familias aún podían convivir con sus parientes extravagantes. Pero la mudanza masiva a las ciudades hizo imposible compartir espacio con ellos. Puedes tener a un primo psicótico aullando en una cabaña campestre, no en un edificio con 300 vecinos. El exceso de demanda obligó a determinar criterios más estrechos para justificar la reclusión. Paralelamente, el vertiginoso desarrollo de la medicina creó la ilusión de alcanzar los mismos logros en la mente que en el cuerpo.
Hoy en día, conviven dos maneras de entender la locura. La primera asume que los disturbios mentales son disfunciones químicas del sistema nervioso y, por lo tanto, se pueden tratar con medicinas. La segunda sostiene que todos podemos cruzar en cualquier momento la delgada línea que marca el límite de la cordura, pero que no hay por qué temerle a eso. Según esta teoría, lo que consideramos enfermedad es sólo una extrema sensibilidad respecto a algunos hechos. Para que esa sensibilidad no dañe al afectado ni a su entorno, lo mejor es reforzar sus vínculos en vez de cortarlos.
Eso es lo que sostienen La Colifata, y por cierto, muchas otras iniciativas: en España existe Radio Nicosia, una hermana menor de la argentina. En Italia, un programa de la Sanidad Pública organiza campeonatos de fútbol para esquizofrénicos. A los jugadores, formar parte de un equipo con un objetivo común -el gol- les ayuda a reconstituir su capacidad de integrarse en un grupo social, a tolerar mejor la frustración y a abandonar su encierro interior.
Y funciona. Durante el programa de hoy, frente a todo este público joven, los pacientes hacen gala de una lucidez mayor que la que solemos encontrar en los medios de prensa masivos. Algunos se quejan por la guerra de Irak. No entienden qué clase de problema se puede arreglar con una invasión militar. Otros le preguntan a Manu Chao por sus procesos creativos. Uno hace una imitación de Hugo Chávez. Los cuerdos manejamos una serie de máscaras que nos permiten parecer funcionales ante los demás. Los locos -como los niños- parecen más auténticos, más libres. En un momento, un chico del público le pregunta a su novia:
-Che, éstos tienen una lucidez absoluta ¿será que estamos todos locos?
Ésa es la reacción que quieren provocar los creadores de la radio. Según ellos, la desaparición de los manicomios no es una meta utópica sino muy pragmática: el Estado gasta mucho dinero en instituciones psiquiátricas pero sólo agrava los disturbios mentales. Con menos pastillas y más programas de reinserción, los internos serían más felices y saldrían más baratos. Pero para eso, es necesario cambiar la sociedad: desestigmatizar la locura y que deje de ser un tabú. El peor enemigo es el miedo.
Al terminar el programa, uno tras otro, los pacientes agradecen a la nueva y nutrida audiencia que Chao les ha regalado. Todos estos chicos están dialogando con ellos, y descubriendo lo cerca que están de estas personas. Quizá algunos vuelvan, y sin duda, muchos descargarán las ediciones del programa que se pueden oír gratuitamente en Internet (www.lacolifata.org). Para los pacientes, eso es lo más importante. Como dice uno de ellos en el aire:
-Gracias a Manu Chao por venir, pero no porque sea famoso. Da igual que sea famoso. Gracias por venir. Gracias a todos los visitantes de hoy por venir. Esperamos volver a verlos, aunque no venga ningún famoso.
Santiago Roncagliolo, peruano, es escritor.
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