La justicia no es ciega
Hace unos meses recibí una citación judicial que no esperaba. Debo confesar que antes de abrirla mi corazón se aceleró como creo que les debe pasar a todas las personas de bien, que según el viejo refrán, "pleitos tengas y los ganes", pensamos que lo mejor que nos puede suceder es estar lejos de tribunales, jueces y abogados, por si acaso.
La citación tenía que ver con un mínimo accidente de tráfico, del que ya se habían ocupado las compañías de seguros. Mi experiencia en los juzgados de la madrileña Plaza de Castilla fue kafkiana: colas y empujones en el control de entrada, pasillos repletos convertidos en salas de espera, falta de información... Finalmente, encontré al abogado de la compañía de seguros y me dijo que la citación había sido un error, que todo estaba arreglado y no habría juicio. Salí de los juzgados con un sentimiento mezcla de cabreo y alivio. Quizá fue esta anécdota, la que me ha hecho reflexionar y seguir con atención las noticias que cada día se producen sobre justicia, jueces y tribunales. Tema hasta ese momento, totalmente alejado de mis preocupaciones.
Los jueces ni son elegidos ni responden ante la representación popular
Se acostumbra a representar a la Justicia como una mujer con los ojos vendados y una balanza en la mano. Supongo que la balanza significa la ponderación justa de los hechos y las pruebas, y la venda la defensa del juez ante las presiones, los prejuicios morales, religiosos, ideológicos y las tentaciones económicas. En fin, el símbolo de su independencia radical.
Para una persona como yo, totalmente lega en materia jurídica, puede ser interesante confrontar las noticias, que últimamente abundan en los medios de comunicación, sobre actuaciones de jueces, tribunales, Consejo General del Poder Judicial o Tribunal Constitucional, con los criterios de ponderación e independencia. Comparar el símbolo con la realidad. Ejemplos tenemos de jueces que han puesto por delante de la ley sus creencias y prejuicios morales o religiosos, negándose a registrar matrimonios homosexuales o incluyendo, en sentencias y autos sobre delitos de maltratos, recomendaciones de acudir al consuelo de la religión.
También hemos visto cómo la Audiencia Provincial de Madrid condenaba a severas penas por un delito de detención ilegal a un comisario de policía y dos inspectores. En este caso, los magistrados dieron por buena la versión del PP y sus medios afines contra toda evidencia, como posteriormente demostró la sentencia del Tribunal Supremo.
Se han dado casos de jueces a los que se les olvida renovar la prisión provisional de conocidos traficantes de drogas o capos mafiosos, o que mantienen extrañas connivencias con constructores de dudosa moral. Y tenemos también el penoso espectáculo del Consejo del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional donde, por ideología o agradecimiento al que proporciona el cargo, cada uno se alinea en su trinchera, independientemente del tema que se trate.
Parece claro pues, que la representación simbólica de la Justicia debería llevar los ojos bien abiertos y en el platillo de la balanza, las creencias, los perjuicios, la ideología e incluso los intereses de los jueces. Humanos, al fin y al cabo, quizás no pueda ser de otra manera.
El problema es que, como nos enseñaron de pequeños, el Poder Judicial es un poder del Estado, aunque a mi parecer es un órgano un tanto peculiar. Mientras que el Legislativo y el Ejecutivo tienen clara su legitimación democrática en un proceso electoral, no alcanzo a entender de dónde proviene la legitimación del Poder Judicial. Parece ser que de unas oposiciones. Los jueces no son elegidos ni son responsables ante ningún órgano de la representación popular. Sus errores sólo son corregidos por las sentencias de los tribunales superiores. Un cargo electo que no haga bien su trabajo o que cometa muchos dislates, podrá perder su puesto en las elecciones siguientes, un juez lo será hasta que se jubile.
Esto nos lleva a otro tema de actualidad en estos días: el proceso de selección. ¿Quién y cómo se selecciona a los jueces? La propuesta del ministro de Justicia de abrir nuevas vías de acceso a la judicatura ha suscitado reacciones mayoritarias de las distintas asociaciones de jueces y fiscales a favor de la oposición. Quizá sea humanamente comprensible que aquellos que han alcanzado una meta difícil, después de duros esfuerzos y años de reclusión, rodeados de leyes y códigos, vean con prevención que otros consigan lo mismo por vías más fáciles. Pero lo que debería realmente preocuparnos, es cómo seleccionar los candidatos más adecuados al perfil de los jueces que esta sociedad necesita, con el menor coste económico y humano posible.
Las oposiciones encierran durante años a miles de aspirantes apartándolos de la sociedad y la vida, con grandes costes económicos y humanos para los que llegan, y mucho más para los que no lo hacen nunca. Es verdad que este sistema garantiza un exhaustivo conocimiento de temas de derecho, pero no la selección de jueces capaces de aplicar la ley por encima de sus prejuicios, ideologías o intereses. Aunque quizá habría que dejar estos temas en manos más expertas, o tal vez no. Lo que sin duda habría que hacer es abrir un debate, el tema lo merece.
Juana Vázquez es escritora y catedrática de Lengua y Literatura.
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