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Columna
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El gran trasvase

Vivimos ahora mismo época de grandes mudanzas, migraciones de ida y vuelta, abandono de las ciudades, de los países y, al tiempo, concentración urbana inimaginable. Madrid tiene más de cinco millones de habitantes, la mayoría sustituidos, aunque nacerán más titulares de esa denominación de origen.

La plétora de ciudadanos, en día como hoy, la sufrieron, hace 2.007 años muchas ciudades palestinas. Estaba justificado: Roma decidió empadronar a cuantos vivían bajo su yugo y amparo, y Cirino, gobernador de Siria, se puso a la tarea. Por aquellos días, para darse de alta, había llegado una pareja que residía en las afueras. Él era el carpintero José de Galilea, de la casa de David, excelente familia, y vino a cumplir lo exigido con su mujer, que estaba encinta. A causa de la aglomeración no encontraron alojamiento en Belén y hubieron de pernoctar en una cuadra. Allí nació el Niño, que tuvo un pesebre como cuna.

Ahora convergen en Madrid personas de todo origen, condición y raza. Del mismo territorio nacional continúa produciéndose una incesante arribada de provincianos, como siempre; no huyen del hambre, sino que rechazan el duro mísero trabajo que ofrece el campo. Que lo hagan otros, como lo desempeñaron en todos los tiempos. Tampoco es fenómeno que atañe a nuestra capital, sino que se despueblan algunas provincias alejadas, cuya juventud ha sido mejor o peor preparada para otra empresa que la de destripar terrones, ni siquiera desde el sillín del tractor. Ni una ciudad sin universidad, sin museos, sin teatros, aunque haya decaído la afición. Tenemos, por fin, una mano de obra desocupada, con el título debajo del brazo, ante la competencia que oponen otras personas sin calificar, pero aprenden enseguida a sostenerse en el andamio, no sin riesgos, y recoger fresones o aceitunas de sol a sol.

Es una situación inédita en sus características externas, pero quizá el problema más grande y duradero que germina entre nosotros. Madrid parece disponer de tragaderas suficientes, por ahora, aunque está descompensada la interactividad. También se marcha mucha gente, que rehabilita la vida pueblerina para los jubilados y es posible que la cibernética haga compatible la existencia hogareña, donde sea, con el trabajo, sin el trámite de acudir a la oficina.

Días de nostalgia, estos que transcurren lejos de los orígenes. Aunque la aldea global unifique costumbres y sentimientos, los campesinos han viajado y el horizonte ya no es lo que abarcaba la vista. Escasea la leña, la piña resinosa para prender el fuego, pero viene puntual el repartidor de combustible. Rara vez se enciende la chimenea o la cocina de fuego, aunque en las más remotas repisas suele haber el recuerdo del viaje a Katmandú, a Bora-Bora o al Caribe.

Ha ocurrido en casi todos los finales de época. Solo las guerras internas mantuvieron la ilusión unitaria de Europa, esa íntima unción que provoca la pelea con el más prójimo. Ya los romanos, hartos de empujarse en la urbe inhabitable, incómodos y temerosos, se largaban a la campiña. Lo malo es que pasó el mito de la baratura campesina y resulta caro mantener un gallinero y en muchas partes está más perseguido por las autoridades supracomunitarias tener unas vacas o unas viñas que cultivar cannabis.

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La función crea el órgano, y de ahí esas fastuosas autopistas que se enroscan para confluir con otras direcciones y que, desde el aire, parecen el aplicado trabajo de un meticuloso pendolista. Arriesgado predecir si este multiplicado encuentro traerá la paz o, como inmediato contraste, surgirán guetos irremediables. Por el mismo precio, saquemos del fondo del arca los adornos de la buena voluntad y la concordia. Porque esto no hay quien lo pare, amigos.

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