Cuando el vegetarianismo es cosa de ricos
Cuando proliferan las pruebas de que la producción industrial de carne es perjudicial para el medio ambiente, de que el planeta no puede soportarla de manera equitativa, de que es un derroche de recursos, de que acelera el calentamiento global y de que propaga todo tipo de enfermedades graves, podríamos caer en la tentación de instar a todo el mundo a que se haga vegetariano. Y la idea presenta bastantes ventajas.
Las investigaciones demuestran que los ovolactovegetarianos y los vegetarianos estrictos (los que no ingieren huevos ni leche) generan menos emisiones de carbono que los carnívoros. En Estados Unidos, donde alrededor del 2,5% de la población no come carne, existe una gran diferencia entre el nivel de emisiones anuales de CO2 de los vegetarianos y el de la población media. Según un estudio reciente, la dieta habitual estadounidense aporta casi 1,5 toneladas más de CO2 que la vegetariana, y dejar de comer carne y hacerse vegetariano podría reducir hasta en un 6% las emisiones productoras de efecto invernadero que genera EE UU.
Los pobres de los países del Sur comen frutas y verduras; los del Norte, carne
Los trabajadores de EE U se zampan hamburguesas mientras conducen
Los vegetarianos también pueden alardear con suficiencia de su salud. Diversos estudios han demostrado que tienen menos posibilidades que el ciudadano medio de morir de un derrame y de enfermedades cardiacas. A este respecto, uno de los estudios que utilizó una muestra más numerosa fue el realizado en el Reino Unido, que comparó a 33.883 carnívoros con 31.546 vegetarianos. Según esa investigación, era más probable que los primeros fumaran y que tuvieran sobrepeso. Sin embargo, y esto debería darnos que pensar, según otras investigaciones, en otras enfermedades los vegetarianos y los carnívoros igualmente preocupados por su salud presentan indicadores bastante similares.
El factor que debería disparar las alarmas es el de los "igualmente preocupados por su salud", porque apunta que el vegetarianismo no se distribuye de manera aleatoria por la sociedad, que ser vegetariano tiene que ver con otros tipos de comportamientos saludables. Y los datos avalan esta afirmación.
En Estados Unidos, según datos demoscópicos recientes, existe una relación entre el tipo de empleo y la dieta. Los trabajadores manuales suelen comer más carne, en concreto ternera, que los del sector servicios o los profesionales. Además, el comer menos carne tiene que ver con un mejor nivel de estudios, aunque no, sorprendentemente, con mayores índices de renta, lo cual indica la presencia de un factor cultural.
Esto nos conduce a un interesante giro en nuestra forma de abordar el tema de la carne y su ausencia. Sin duda, es cierto que
hacerse vegetariano, en ausencia de otros factores, puede mejorar la propia esperanza de vida. Sin embargo, precisamente porque hay otros elementos que varían, el mandamiento de ser vegetariano no es algo que todos podamos seguir con igual facilidad. Entre gran parte de la población del norte globalizado y las pautas de alimentación sostenibles se alza todo un abanico de obstáculos sociales.
Estudios realizados en California, por ejemplo, ya nos han indicado la relación directa existente entre el tiempo que se emplea en ir a trabajar y el nivel de obesidad. Sabemos que los pobres tienen menos posibilidades de vivir cerca de su lugar de trabajo que los ricos. También sabemos que el 14% de las comidas rápidas que se consumen en Estados Unidos -ricas en carne animal- se come en los coches. Esto no surge de una especial afición nacional por la utilización de los vehículos como restaurantes, sino del hecho de que la única posibilidad que tienen muchos pobres de Estados Unidos de hacer una de sus comidas es cuando se desplazan de un empleo a otro.
Además, es mucho más difícil ser vegetariano cuando no se tiene acceso a frutas y verduras frescas. En Estados Unidos, si vives en un barrio pobre, puedes verte afectado por las "líneas rojas del supermercado", es decir, por un fenómeno cuyo nombre procede de su similitud con las prácticas bancarias, en las que se trazan líneas rojas en los mapas locales para señalar las zonas en las que el banco no va a conceder créditos. Las líneas rojas de los supermercados son iguales, pero con la comida. Cada vez es más frecuente en la geografía estadounidense que los barrios de pocos ingresos tengan muchísimas menos posibilidades de contar con mercados de productos frescos, y que sean mucho más proclives a tener restaurantes de comida rápida y autoservicios de horarios muy prolongados. El proceso de concentración de los supermercados implica que en Boston, desde 1970, han cerrado más de la mitad de las 50 grandes cadenas de esos establecimientos, mientras que en el condado de Los Ángeles el descenso ha sido de casi el 50%, al tiempo que los mercados se circunscriben a los barrios acomodados.
En consecuencia, no elegimos con libertad. Y los ciudadanos más pobres son los que encuentran obstáculos más insalvables para elegir una dieta saludable. En el sur globalizado, la población es de facto vegetariana, simplemente por razones de renta. En el norte, el vegetarianismo es una prerrogativa de la clase media.
¿Qué cambios serían precisos, por tanto, para que todos los habitantes del norte globalizado avanzáramos hacia una dieta sostenible? Para empezar, deberíamos prescindir de la idea de que hay una fórmula mágica. Ninguna medida podrá librarnos del marasmo cultural y de clase que empuja a los más pobres a tener hábitos alimentarios poco sostenibles. Para avanzar hacia una alimentación sostenible es importante deshacerse de las concepciones que reducen la dieta a una elección individual. Más bien se necesita un abanico de políticas, que van desde el fomento de los mercados de fruta y verduras frescas en las zonas más deprimidas hasta el incremento del número de viviendas públicas en emplazamientos más cercanos a los lugares de trabajo, pasando por la construcción de ciudades transitables a pie y con espacios verdes, la implantación de sueldos mínimos respetables, la reducción de las jornadas laborales, y la inversión de cantidades importantes en educación y sanidad, que sofoquen las injusticias que acompañan nuestras diferencias de acceso a los alimentos.
En suma, es imposible hablar de carne en Estados Unidos o en otros países sin hablar de clase. Y no tendremos una alimentación sostenible hasta que abordemos el asunto con seriedad.
Raj Patel es autor de Stuffed and Starved: Markets, Power and the Hidden Battle for the World Food System [Repletos y hambrientos: los mercados, el poder y la oculta batalla por el sistema alimentario mundial]. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.
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