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El retorno de la democracia plebiscitaria

Enrique Gil Calvo

El fracaso de Chávez en su plebiscito de investidura como presidente vitalicio brinda la ocasión de reflexionar sobre la naturaleza de un régimen clasificado bajo la etiqueta de populismo latinoamericano. Este concepto resulta difícil de definir, pues consiste en un heterogéneo cajón de sastre que encierra un poco de todo, desde el cesarismo de los dictadores militares y el socialismo de los líderes revolucionarios hasta el caudillismo de los demagogos electorales, por citar sus principales modos de acceder al poder. Así que el común denominador del populismo no se deduce del origen de su autoridad, sino de la naturaleza de su ejercicio: monopolizar todo el poder (sin control ni rendición de cuentas), designar un enemigo del pueblo (la oligarquía, el imperialismo, la corrupción), sobornar a la población con recompensas gratuitas (derechos sociales, obras públicas, espectáculos) y escenificar el culto a la personalidad del presidente (ritual, retórica, mitología).

Luis Bonaparte es el antecesor del presidencialismo populista latino

¿Qué hay de latinoamericano en todo esto, aparte del hecho de su histórica frecuencia sobre el suelo continental? Para ver si ese adjetivo resulta pertinente deberíamos sustituirlo por otro análogo como el de criollo. Pero esto no resulta coherente con el hecho de que algunos caudillos populistas inician o inducen movilizaciones indigenistas dirigidas contra las élites criollas. Además, muchas características del populismo también aparecen en otros espacios geográficos: el presidencialismo estadounidense (modelo del latinoamericano), el bonapartismo francés, el estalinismo soviético, el fascismo italiano, el nazismo alemán, el franquismo español, el maoísmo chino... Y actualmente, tanto Berlusconi como Putin o Sarkozy practican un ejercicio del poder que no cabe calificar más que de populista.

En realidad, el populismo aparece tanto en dictaduras como en democracias, y ni siquiera se sabe si es de izquierdas o de derechas, progresista o reaccionario. De ahí la confusión a la hora de definirlo. Por eso se ha propuesto dejar de utilizar tan ambiguo concepto para sustituirlo por otro más clarificador. Así, algunos hablan de caudillismo, cesarismo o bonapartismo; O'Donnell postula la etiqueta democracia delegativa y otros, el concepto weberiano de democracia plebiscitaria.

Este último parece el término preferible, pues está respaldado por la genealogía histórica. Según Colomer, nació en Francia con la Segunda República en 1848, cuando por primera vez se eligió presidente con sufragio universal masculino para dar origen al modelo de democracia latina (como alternativa a los otros dos tipos, anglosajón y nórdico). Y su principal beneficiario fue Luis Bonaparte, quien una vez elegido presidente por abrumadora mayoría logró ser investido como emperador vitalicio a fuerza de sucesivos referendos plebiscita-rios, hasta acabar por ser vencido por Bismarck en Sedán, lo que precipitó su caída en 1870. Pero entretanto desarrolló una revolución desde arriba que modernizó Francia, edificó un imperio colonial e hizo de París la capital cultural del mundo. De ahí que su ejemplo de dominación plebiscitaria se erigiera en un modelo a imitar por todas las sociedades de cultura latina, como las iberoamericanas.

Y ése fue también el modelo que habría de inspirar el concepto weberiano de democracia plebiscitaria. Es una variante del presidencialismo en la que no hay separación de poderes y toda la autoridad se concentra en la persona del dirigente electo ante el fracaso del sistema representativo. Pues cuando las masas populares no se sienten bien representadas en sus intereses reales por las instituciones políticas (los partidos, el Parlamento y los aparatos burocráticos del Estado), necesitan confiar sin mediaciones en algún dirigente cuyas características personales (origen familiar, extracción social, capacidad de expresión, carrera profesional) le hagan merecedor de la confianza popular. Entonces las elecciones se convierten en plebiscitos personales, el combate por el favor del público suplanta al debate de programas y la política se decide en función de la retórica mediática (Stefan Breuer).

Pero este populismo no es un factor desnaturalizador de la de-mocracia, sino un efecto causado por la crisis de la representación política. Cuando el Estado de partidos fracasa, el vacío de legitimidad que así se crea es suplantado por la personalización de la política. De aquí arranca la doble matriz del populismo: del colapso del sistema representativo y de la capacidad personal del dirigente para dar respuesta al impasse, conectándose de tú a tú con el pueblo soberano sin mediaciones institucionales ni partidarias.

Es el caso de Putin o Sarkozy (heredero directo de Luis Bonaparte), que ante el marasmo de Rusia o de Francia han sido capaces de dirigirse al pueblo en persona para ganarse su confianza y movilizarlo sin instituciones intermediarias. Y lo mismo ocurrió con Chávez: ante el fracaso del sistema de partidos, él supo erigirse en el único interlocutor del pueblo sin mediaciones institucionales, adquiriendo así un capital político personal e intransferible. El problema es que luego no ha sabido invertir ese capital político en la modernización y el desarrollo institucional de Venezuela, pues ha preferido dilapidarlo en estériles ejercicios de iconoclastia antisistema, dividiendo al pueblo en una polarización autodestructiva.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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