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Columna
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Hacer amigos

Deambulando la otra tarde por una apacible monografía sobre los Siete Sabios de Grecia, fui a tropezar con el siguiente precepto, atribuido al tirano Periandro de Corinto: "Insulta como si fueras a hacerte pronto amigo". Cierto es que el epíteto de sabio está de rebajas y que, teniendo en cuenta los últimas varapalos de que ha sido víctima nuestro sistema educativo, amén del ambiente cultural y mediático que nos rodea, cuesta definir a alguien con tan egregia etiqueta; pero que un tirano, al que Aristóteles señala además como uno de los individuos más sanguinarios de los anales antiguos, formase parte del censo de las mentes más lúcidas del pasado, no deja de resultar alarmante. Para captar en todo su sabor la idiosincrasia del personaje, merece la pena acercarse a Heródoto, quien narra cómo Periandro envió un emisario a Mileto para inquirir a su colega Trasíbulo, también déspota, sobre el arte de gobernar. Parece que Trasíbulo no le iba a la zaga en esto de la sabiduría, si se la entiende como variante de la crueldad: en vez de responder a las preguntas del emisario, el milesio se limitó a pasear por un campo de trigo y a decapitar todas las espigas que osaban sobresalir del suelo. El enigmático consejo no cayó en saco roto: "Periandro comprendió el comportamiento de Trasíbulo -cuenta Heródoto- y se percató de que le sugería eliminar a los ciudadanos más destacados; de manera que a partir de entonces hizo gala, contra los corintios, de la brutalidad más absoluta".

Es dudoso que Muammar el Gadafi, este otro descendiente de Periandro y Trasíbulo con una discutible afición por las gafas ahumadas y los estampados de mercadillo, haya leído alguna vez a los clásicos, pero uno sospecha que se preocupa de respetar a pies juntillas las sugerencias de sus predecesores. En especial la primera, la que aconseja medir las palabras y calibrar los actos teniendo siempre en perspectiva la posibilidad de que las nubes cambien de situación y haya que buscarse cobijo bajo el mismo tejado contra el que antes se han arrojado tantas piedras. A todos nos consta que Gadafi no sólo ha insultado a los presidentes de Estados Unidos y otras potencias de cinco estrellas, sino que se declaró su férvido enemigo y se negó a compartir mesa con quienes le negaban el pan y la sal en el opíparo bufé de la diplomacia internacional. Aunque todo lo hacía, según parece, con la boca pequeña: porque sirviéndose no sabemos de qué artes de birlibirloque ha conseguido lustrar su imagen de demonio cornudo, amenaza para la paz mundial y odioso transgresor de derechos humanos para instalar su tienda nada menos que en el césped del Pardo, residencia que fue, bien es verdad, de otro licenciado en cabezas cortadas, así que todo queda en casa. A Gadafi la salida le ha resultado provechosa; a quienes le han recibido en olor de santidad, Sarkozy, Zapatero, Aznar y todos los dirigentes atacados de un súbito acceso de amnesia, no tanto. Al mismo tiempo que los tribunales discuten demandas sobre los atentados de Fidel Castro contra el conjunto de la especie humana o nuestras tropas circulan por las dunas de un desierto invadido so pretexto de castigar a sus habitantes por sus crímenes contra la democracia, permitimos que un sátrapa rodeado de una cohorte de huríes, que se ha enriquecido a costa de aplastar las reivindicaciones de su pueblo y de cortar de un sablazo las lenguas que denuncian su dictadura, haga alegremente acampada en una finca de Alcalá de Guadaíra. La excusa es que nos trae contratos millonarios para las empresas de hidrocarburos y la promesa de que los hombres bomba no usarán su país como trampolín para montar en el nuestro una nueva carnicería. Triste: hay muchos tipos de marea negra y, aparte de las playas, el petróleo puede convertir muchas cosas en una pura porquería.

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