¡A jugar!
Treinta y dos casinos, doscientos hoteles, varios campos de golf, un hipódromo. Vaya, vaya. Y todo esto, en mitad del desierto, como está mandado. No me extraña que ésta fuese una de las noticias más vistas en elpaís.com. Yo misma, en cuanto que lectora digital, tuve que clickear varias veces la noticia para creer porque, en estos tiempos preelectorales en que los políticos hacen carreras para ver cuál gana el premio a la concienciación ecológica y hablan de desarrollo sostenible, no deja de ser paradójica tanta unanimidad en una intervención tan brutal. Al leer la noticia sentí el asombro porque fuera la primera vez que oía hablar de este Living Monegros, y también un alivio gustoso por saber que las cosas van a ocurrir en otra comunidad. Eso permite la mezquina alegría de contemplar el asunto como espectador y no tener que ejercer el incómodo papel de aguafiestas. Pero, ay, si fuera de allí. Si fuera de allí me quemaría la sangre el entusiasmo generalizado, esa felicidad que no permite la disensión. Si fuera de allí, ya habría preguntado cómo llevarán el agua y la energía para surtir semejante emporio o si es que van a ser los primeros casinos alimentados por energía solar; si fuera de allí, me plantearía si el modelo de turista que generan estos macrobingos es el más interesante para un país europeo y, más aún, si se puede competir con Las Vegas, que aun siendo una fantástica horterada tiene en su honor la capitalidad del kitsch, algo que sólo parecen poder conseguir los americanos; si de allí fuera, creo que hubiera dicho que defender un proyecto de estas características esgrimiendo como razón principal el trabajo de nuestras gentes es tramposo y discutible. O no, o me hubiera callado, porque ir contracorriente frente a la alegría popular acompleja y aísla. En los mismos días en que se anunciaba esta ciudad del futuro en Bali tenía lugar la cumbre del clima (soy una amante de las coincidencias).
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