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Columna
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Ahora, Annapolis

Para creer en las posibilidades de paz que la reciente reunión de Annapolis pueda abrir en el conflicto de Oriente Próximo, hay que pasar revista a los elementos nuevos que contenga y a su reflejo sobre el terreno. El primero y más importante es que Estados Unidos pasa de ser un promotor, amigo de ambas partes, que presta su concurso, experiencia y mejores intenciones, a convertirse en árbitro y activo promotor de la paz. En la declaración palestino-israelí que se produjo en la base naval norteamericana se dice: "Estados Unidos vigilará y juzgará el cumplimiento de los acuerdos por ambas partes consignados en la Hoja de Ruta. A menos que de otra manera se decida por las partes, la aplicación del futuro plan de paz estará sujeta al cumplimiento de esa Hoja de Ruta, de acuerdo con la apreciación que de ello haga Estados Unidos". El presidente Bush, que ha logrado que palestinos e israelíes se comprometan a firmar un tratado de paz de aquí a fin de 2008, cuando expira su mandato, se responsabiliza de esa paz, tanto del éxito como del fracaso.

El presidente palestino se ha alistado en la guerra de Washington contra el terrorismo internacional
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El segundo, que parece un pago a cuenta del primero, concierne a la Autoridad Palestina. El presidente Mahmud Abbas se ha alistado en la guerra de Washington contra el terrorismo internacional, llamado yihadista. La Autoridad Palestina libra esa guerra, fundamentalmente, sólo por consentimiento y apoyo logístico, como los barcos españoles que participaron en el primer conflicto del Golfo, sin mezclarse en las operaciones militares. Ese combate, librado directamente por Israel, tiene su escenario en Gaza y su enemigo es Hamás, pese a que el movimiento terrorista palestino nada tenga que ver con el yihadismo antioccidental.

Tras las novedades, los beneficios. ¿Quién sale ganando de Annapolis? Los negociadores jefe: Abbas y el primer ministro israelí Ehud Olmert, ambos en momento poco feliz de sus mandatos, obtienen un año de gracia con el mundo a la espera de los resultados de su gestión. Y de modesto remate, acuerdos de procedimiento como reuniones bisemanales entre ambos líderes, y la creación de un comité de vigilancia israelí-palestino, que programará citas y temarios.

Pero, apenas iniciado el proceso, con más de 5.000 millones de euros apalabrados por Occidente para la reconstrucción de Cisjordania -que no servirán de gran cosa mientras la ocupación israelí haga imposible la unidad económica del territorio-, lo ominoso entra en escena. Primero, Israel presiona a la Autoridad Palestina para que reconozca el carácter exclusivamente judío del Estado sionista; y segundo, anuncia la construcción de 309 nuevas viviendas en la colina de Har Homa (Abu Ghneim en su original árabe), que se interpone entre el barrio palestino de Umm Tuba y la localidad cisjordana de Beit Sahur. En ambos casos está en juego la continuidad o incluso el comienzo sustantivo de las negociaciones.

La aceptación del carácter sólo judío de Israel no sólo excluye la posibilidad de que algunos de los refugiados palestinos, a causa de las guerras de 1948 y 1967, vuelvan a sus hogares en el Estado sionista, lo que nunca ha parecido muy factible, sino, más grave, no desmiente la ambición de destacados políticos israelíes, como el viceprimer ministro Avigdor Lieberman, de deportar -transferir, se dice blandamente- a toda o gran parte de la población palestina de Israel (1.300.000 sobre seis millones de habitantes) a un futuro Estado palestino, por congestionado que éste se halle de naturales y refugiados.

Y la construcción del barrio de Har Homa, que una vez concluido debería tener 6.500 viviendas y 32.500 colonos-residentes, deja la Jerusalén árabe totalmente aislada de Cisjordania, donde pese a ello debería alzarse el Estado palestino. Ello predica la escasa afición del Gobierno Olmert a reconocer a la Autoridad Palestina derechos sobre Jerusalén, cuya parte este reclama, sin embargo, la Autoridad Palestina como capital. Israel, por supuesto, tiene su propia narrativa sobre el caso. Tras la guerra de 1967, el vencedor amplió los límites de Jerusalén, pese a que la convención de Montreux prohíbe cambiar la naturaleza del territorio ocupado, y al quedar Har Homa dentro del Estado, Israel entiende que puede obrar a su antojo en el territorio.

Si Washington no rechaza la pretensión israelí de judaizar del todo el país, ni impide que Har Homa estrangule la comunicación entre núcleos de habitación palestina, habría que preguntarse de qué van a negociar Abbas y Olmert. Y nuevamente nos hallaríamos ante un proyecto de paz impuesto por los vencedores a los vencidos.

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