El tirano teatral
El más veterano de los dictadores árabes, que ahora visita España, ha modelado Libia a su imagen y semejanza. Sacó a su país del ostracismo, pero no le devuelve la libertad
Le precede su fama. Antes de cada viaje de Muammar el Gaddafi, la prensa habla de la jaima en la que se alojará, de la camella cuya leche fresca bebe cada mañana, e incluso de que estará protegido por una guardia personal de treinta vírgenes entrenadas para matar. Con semejante puesta en escena, resulta difícil distinguir la realidad de la leyenda sobre este excéntrico gobernante que, tras siete lustros al frente de Libia, se ha convertido en el más veterano de los dictadores árabes. Cumplidos los 65, el líder libio busca el reconocimiento internacional que no logró con su revolución verde, un giro radical a su apoyo al terrorismo de la década de los ochenta con el que condenó a su país al ostracismo.
Pasa grandes temporadas en el desierto con un despliegue de confort bajo la jaima en la que recibe a sus invitados
La represión llevó a la muerte o a la cárcel a aquellos de sus enemigos que no huyeron al extranjero
Gaddafi se hizo con el poder en un golpe de Estado en 1969. El joven coronel, que había crecido alimentado por las arengas panarabistas del egipcio Abdel Gamal Náser y el espíritu rebelde de una familia que luchó contra la ocupación italiana, se sirvió de su empleo militar para derrocar al enfermo rey Idris. Aunque oficialmente acabó con la monarquía, él ha ejercido como el más caprichoso de los reyes absolutos, ayudado por el petróleo descubierto diez años antes en su país. Y aún está por ver que no le suceda Saif al Islam, el segundo de los ocho hijos que ha tenido con dos esposas.
Hasta ahí, nada inusual en la triste historia contemporánea de muchos países árabes. Lo que hace diferente a Gaddafi de otros autócratas de su época ha sido el modo en que su personalidad ha modelado Libia hasta crear una asociación casi indisoluble. Desde el principio se propuso establecer un sistema de gobierno distinto del capitalismo y el comunismo, aderezado además con una adaptación sui géneris del islam que los más puristas denuncian como herética y que ha alentado el principal desafío a su autoridad en la oposición islamista.
Cuatro años después de su golpe, lanzó una revolución cultural cuyo objetivo era eliminar cualquier influencia extranjera dentro del país y crear una sociedad nueva. Su visión revolucionaria, recogida en el famoso Libro Verde, buscaba en el fondo diferenciar a Libia de su entorno. Así estableció como forma de gobierno la yamahiría, un neologismo que creó a partir de la palabra árabe yumhuría (república) y que se ha venido traduciendo de forma libre como "gobierno de las masas".
El coronel, tras asegurarse el control de un país de tres veces la extensión de España pero con una décima parte de población, renunció a todos los cargos y se convirtió en el líder de la revolución. El poder pasó, en teoría, a unos comités populares, a menudo dirigidos por adolescentes educados en el culto a su personalidad. Se purgó a los funcionarios considerados corruptos y se quemaron libros políticamente peligrosos. En realidad, los comités sirvieron de pretexto para arrinconar al Consejo de Mando de la Revolución y quitar competencias a ministros, gobernadores provinciales y otros altos funcionarios.
Cualquiera que fueran las apariencias, Gaddafi concentró en sus manos todo el poder. Todo ello aderezado con una buena dosis de teatralidad que le convirtió en uno de los líderes más singulares del siglo pasado. Haciendo honor a sus orígenes beduinos, pasa grandes temporadas en el desierto, pero la aparente simplicidad de ese estilo de vida tradicional contrasta con el despliegue de confort que le acompaña bajo la carpa en la que recibe a sus invitados.
La primera vez que esta corresponsal vio a Gaddafi en persona, el líder libio interpretaba su papel. Estados Unidos acababa de bombardear su país y, a pesar de la muerte de su hija adoptiva Jana en uno de los ataques, el dirigente aparecía perfectamente maquillado y con los ojos enmarcados por una raya de kohl. Era 1986 y Libia constituía un precedente del aún no inaugurado eje del mal. Se le acusaba de apoyar a grupos terroristas, desde el IRA hasta los palestinos de Abu Nidal e incluso a ETA, y en concreto de estar detrás de los atentados contra los aeropuertos de Viena y Roma (1985) y la discoteca La Belle de Berlín (1986), donde murió un soldado estadounidense.
La Administración de Reagan decidió darle una lección. Los bombardeos contra Trípoli y Bengasi no sólo dejaron docenas de muertos, sino que marcaron el inicio de la marginación de Libia y su líder en la comunidad internacional. Pero ni siquiera ese castigo logró apagar los ímpetus revolucionarios de Gaddafi. Apenas dos años más tarde, se le atribuía el atentado contra un avión de la PanAm que estalló cuando sobrevolaba la ciudad escocesa de Lockerbie y dejó 270 muertos. Fue la gota que desbordó el vaso.
Todo el mundo le dejó de lado. Las sanciones de la ONU hicieron que las empresas extranjeras abandonaran un país al que se le cortaron incluso las conexiones aéreas con el exterior (aunque no se le prohibió exportar su petróleo). Ni siquiera sus hermanos árabes salieron en su defensa.
Ese abandono le confirmó la futilidad de sus esfuerzos en pos de una utópica unidad árabe. Inasequible al desaliento, Gaddafi volvió sus ojos hacia África. Muchos de sus vecinos recibieron con alivio las ayudas económicas que el líder podía permitirse a costa del petróleo. "África está más cercana a mí en cualquier aspecto que Irak o Siria", llegó a declarar en una entrevista. Aunque su sueño de unos Estados Unidos de África tampoco prosperó, fue la semilla para la Unión Africana, que en julio de 2002 enterró a la inoperante OUA.
Pero África nunca iba a lograr sacarle del ostracismo. El líder dejó de aparecer con sus vistosas túnicas en las portadas de las revistas internacionales y sus diplomáticos languidecían en las "oficinas populares de la gran yamahiría árabe libia" (como los libios denominan a sus embajadas). Hasta 2003. En agosto de ese año, de forma repentina, Gaddafi admitió formalmente la responsabilidad de su país en el atentado de Lockerbie y aceptó indemnizar a las familias de las víctimas. Su decisión permitió que se levantaran las sanciones de la ONU. Poco después reconoció su implicación en un ataque similar contra un avión de la compañía francesa UTA que dejó 171 muertos en 1989.
Más sorprendente fue su anuncio de que renunciaba a las armas de destrucción masiva. Estados Unidos restableció enseguida las relaciones diplomáticas suspendidas en 1986. Tal medida permitía el regreso de las compañías petroleras norteamericanas y, tras su señuelo, del resto de las empresas del sector ávidas de nuevas fuentes de petróleo y gas.
Desde entonces han pasado por su jaima numerosos políticos occidentales, incluidos los primeros ministros del Reino Unido, Italia y Alemania, además del presidente francés. Y en su web (www.algathafi.org), el hermano líder se enorgullece de hablar ante profesores y estudiantes de la Universidad de Cambridge. Mientras, los opositores libios exiliados en Londres se sienten muy desilusionados con la rápida aceptación internacional de la súbita reconversión de Gaddafi. Rechazan que el régimen se haya reformado y apuntan que continúa violando los derechos humanos.
Oficialmente se explicó que el espectacular cambio de rumbo de Gaddafi era fruto de una larga labor de la diplomacia británica. Algunos analistas afirman que Saif al Islam persuadió a su padre de la necesidad de romper el aislamiento. Sin embargo, la mayoría de los observadores consideran que la invasión de Irak ejerció un efecto decisivo en el astuto líder libio.
Aunque el secretismo del régimen hace que se conozca poco de lo sucedido dentro del país, los analistas de la Jamestown Foundation han documentado al menos tres intentos de asesinato (en 1992, 1996 y 1998) a cargo del Grupo Islámico de Lucha de Libia y otros grupúsculos militantes. Gaddafi, que no estaba dispuesto a que su país se convirtiera en otra Argelia, lanzó una campaña de represión que terminó con la muerte o el encarcelamiento de todos aquellos miembros y simpatizantes que no pudieron huir al extranjero. Tras el 11-S, la posibilidad de unirse a la lucha global contra el terrorismo de EE UU era la cobertura perfecta para reprimir cualquier disensión interna.
Los gestos de Gaddafi tal vez hayan reducido los temores occidentales sobre su apadrinamiento del terrorismo internacional, pero, al no ir acompañados de cambios internos equivalentes, Libia sigue siendo poco fiable, como se vio en el dramático caso de las enfermeras búlgaras. La corrupción rampante y la opacidad política se aliaron para culpar a cinco enfermeras búlgaras y un médico palestino del contagio de sida a 400 niños. La mediación europea permitió que el pasado verano se conmutaran las penas.
Sea como fuere, su intento de lavar la imagen de su país como paraíso de terroristas parece haber salvado su vida política. Menos claro está el beneficio que el giro ha tenido para los libios. Aunque desde 2003 se ha producido cierta apertura económica, la política no le sigue. La oposición insiste en que Gaddafi no ha cambiado ni sus métodos autocráticos ni su actitud represiva ante la mínima muestra de disidencia. De ahí que los grupos de derechos humanos insistan estos días en la necesidad de que sus anfitriones, en Lisboa, en París o en Madrid, exijan al líder de la revolución que ponga fin al régimen totalitario y deje que su pueblo se exprese con libertad. -
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