Benignidad de las estaciones
Está siendo un otoño benigno, con escasas noches frías y buenas horas de sol. Cada vez que cruzo la Diagonal, a las nueve de la mañana, a las cinco de la tarde y a las nueve de la noche, la mujer que vive en el banco juega al solitario. Sin levantar la vista de las cartas, ni observar a los transeúntes, ni a las hojas caídas, ni al tráfico ni nada. Mueve las cartas. Una y otra vez, con cierto ritmo, con cadencia de gatos que se desperezan. Sí, sus manos recuerdan a los gatos, que han sido desalojados de los patios del Eixample y quizá viven otra de sus siete vidas en mujeres como ella, inquilina de un banco de la calle.
Va siempre bien peinada, arreglada, con ropa y zapatos viejos que conservan una cierta calidad, una huella, un rastro. Debajo del banco guarda bolsas y mantas. No le he oído nunca una palabra, aunque, una vez, un grito cercano me pareció posible que hubiera salido de su boca. No considero apropiado pasar muy cerca ni mirarla. La observo desde el cruce del semáforo. Tengo la aguda sensación de que el asfalto que bordea al banco le pertenece de alguna manera, como el portal a una casa.
Esta mañana, mi curiosidad ha podido más que mis modos. Las cartas de su baraja son nuevas, he advertido cuando, de camino al metro, casi he rozado el respaldo de su banco. El sol era aún escaso y la humedad viva. Ella movía los dedos y las manos con su ritmo de gata, como si estuviera en el casino y repartiera juego. Así es. Jugar un solitario es repartir juego a tu otro yo.
Por la tarde acostumbra a estar en el extremo del banco, como si fuera su salita de noche, sin jugar, con la baraja entre las manos. Pero hoy, cuando desde el metro volvía a casa, estaba en la misma posición exacta que en la mañana. La misma curva de la espalda, el mismo ritmo de los codos. Era como si hubiera quedado grabada en el perfil de la avenida. O quizá era yo que todavía no había ido a trabajar y me parecía que ya estaba de regreso.
A menudo es una certeza no saber si se viene o se vuelve, lo admito. Un hombre, en la parada del autobús, se preguntaba lo mismo, si iba o venía, puedo afirmarlo porque me ha mirado como si reconociera mi perplejidad. Salir de dudas era imprescindible, urgente. ¿Íbamos o volvíamos? He mirado el reloj del hotel de la esquina: marcaba más de las cinco. Era ella quien estaba exactamente en el mismo punto del banco y en la misma posición que por la mañana. Seguía repartiendo juego a su otro yo. Sin camino de vuelta.
Me he acercado, dando la vuelta al banco hasta situarme de frente. La he observado un buen rato, abiertamente. Necesitaba saber de dónde proviene su ritmo continuado, sin alteraciones. Ha continuado con su solitario de las cinco columnas, impasible. Las cartas no podían cuadrar de ninguna manera, hay que convenir que es difícil con baraja de póquer. Pero ella seguía jugando. No ha cambiado el gesto ni la posición, ni desde luego ha dicho nada. Me he ido.
Cuando he vuelto a salir de casa, a las nueve, he alterado yo el juego y le he dado las buenas noches. Ha dejado las cartas y me ha mirado. Sus ojos eran fríos. Ha sacado del bolsillo una piedra y la ha puesto en mi mano.
El tiempo pasó, pero la sigo viendo. Las retinas son armarios de muchos fondos. A la mañana siguiente, alguien se sentó en su banco cuando ella no estaba. Lo que sucedió a continuación, cuando la mujer volvió a su sitio, fue una crónica negra: gritos, sangre, hospital, cárcel. Nadie ha vuelto a ocupar su banco. Era un invierno benigno, como lo es este otoño.
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