Apellidos
Amodorrado en un aeropuerto cualquiera, voy oyendo la voz universalmente homogénea y desganada que anuncia vuelos, destinos, puerta de embarque. De vez en cuando, esta letanía, que bien podría acompañar a los condenados al infierno por toda la eternidad, se ve interrumpida por un súbito aviso personalizado: Mister Hauptwood, mister Paalanga y mister Fu, acudan al mostrador de información. Como estas invitaciones casi siempre son presagio de irregularidades, retrasos y extravíos, pienso que debería compadecer a los destinatarios, pero los apellidos me lo impiden. Que te zurzan, Paalanga.
Los apellidos, cuya función es sacar al individuo del anonimato, crean más distancia que proximidad, no por lo que puedan tener de formal, sino porque están mal pensados. Ninguno es significativo; muchos son feos o ridículos; otros son pretenciosos; los discretos lo son a fuerza de reiteración, con lo que no sirven para nada. Un recién nacido que se llame García es una excentricidad inútil.
Ignoro si alguna cultura remota logró prescindir de los apellidos. Lo dudo, porque no hay sociedad sin clanes ni clanes sin carnet de identidad. Tal vez algunas tribus, condenadas a la extinción, no usaron apellidos, sino apodos descriptivos que cada cual debía ganarse con sus obras. De ser así, no imagino qué méritos acumularon Caballo Loco o Toro Sentado; me conformo con saber que este último acabó en un circo.
Todo lo cual es raro, porque la humanidad ha hecho cosas horribles, pero es ingeniosa y metódica, incluso para la destrucción. Pocas creaciones más ricas, complejas y sutiles que el lenguaje. En cambio, a la hora de poner nombres, la pifiamos, quizá porque no se construyen con criterios lingüísticos, sino sociales: linaje, procedencia, oficio. Datos que nos acaban llevando al mostrador de información para recibir una mala noticia.
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