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Columna
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Los funcionarios vascos

Si les digo que la vida está hecha de contrastes no estaré revelándoles, me temo, ningún secreto ni descubriéndoles el Perú. Tengo la suerte y el honor de organizar aquí en Donosti, más en concreto en el centro Koldo Mitxelena y bajo su patrocinio, unas Jornadas sobre la Antigüedad (Antiqva) que vaya usted a saber por qué tienen mucho éxito. Salas a rebosar donde ni siquiera cabe un alfiler de pie, etcétera, pero, sobre todo, gente satisfecha que acude con entusiasmo y se va entusiasmada. Se lo cuento para que se imaginen cómo puede estar uno de contento. Y entonces viene la vida y te mete un contraste. El de la propia ignorancia. Estás allá y te das cuenta de lo poco que sabes. No hay peor jarro de agua fría. Pero cuando estás bastante molesto por lo burro que eres, te viene un amago de consuelo. Algo así como otro contraste, sólo que al revés. Te levantas de la silla con algo nuevo que llevarte al caletre y rezas para que se quede y no se extravíe por esos salones polvorientos de la mente donde ya no cuelgan casi más que telarañas. Así que figúrense la alegría que me dio aprender algo sobre un tal Fernández, digo, Sinuhé. No el de Mika Waltari, sino uno mucho más viejo y original creado por una mano egipcia anónima allá por el 1950 a.C.. Si ya fue extraordinario entrar en contacto con él, no lo fue menos aprender -lo confieso casi con sonrojo- que era un noble al estilo egipcio, es decir, no de sangre, sino por oposición. Vamos, que Sinuhé era un probo funcionario, noble por lo tanto, promovido al cargo o a los honores porque sabía leer y escribir.

¿Qué tiene un funcionario que no tengamos usted o yo, querido lector?

Ya sé que están esperando un chiste fácil acerca de los funcionarios actuales, algo así como que también se creen condes o marqueses y que parece que han conseguido el puesto de la misma manera, poco menos que por no ser analfabetos, pero no oirán de mí eso, porque el chiste que les voy a contar da más risa todavía. Resulta que los funcionarios vascos, o sea, los nuestros, ganan un 35% más que quienes realizan el mismo trabajo, pero no son funcionarios. Vamos, que un payaso ganará algo menos de la tercera parte de un payaso funcionario o un trapecista, si es que los hubiera (por más que algunos parecen funámbulos). No acierto a comprender si esta circunstancia reviste caracteres de escándalo.

¿Qué tiene un funcionario que no tengamos usted o yo, querido lector? Aparte del sueldazo y de tener garantizado de por vida el puesto de trabajo, se entiende. O no. Digo, que a lo mejor no se entiende que eso deba ser así (me refiero principalmente a la diferencia salarial), ni tampoco vale argüir lo mucho que cuesta acceder a la función pública, no tanto porque los exámenes o lo que sea revistan dificultades de primer grado, sino porque se endurecen debido a la propia masa de aspirantes que se presenta para cada plaza que sale. Y esto hace que eso sea como despedazarse y que el ser humano se retrotraiga a fases puramente darwinistas (contando con que siempre pasen o sobrevivan los mejores). Lo escandaloso podría residir en el hecho de las fidelidades que crea hacia el empleador, en este caso el Gobierno vasco, y que podrían -ojo, digo podrían porque no consta (no, no) que esté siendo así (no, no)- rayar en el clientelismo. Aunque me parece que no hay que ser tan mal pensado, ya que los gobiernos pasan (en algunos casos) pero los funcionarios quedan. A menos, claro está, que le diera a alguien por enredar sobre ese 35% de más en el caso de que accediera al Gobierno de este lugarín. Y eso no va a suceder, ¿verdad?

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