Dos conciertos, una tristeza
Dos partes en un mismo concierto. En la primera, de unos 45 minutos de duración, los músicos miraban a Rachid Taha inseguros. Habían de tocar y evitar que el artista les pisase, arrollase o tropezase con ellos. Apenas cantaba, se quejó tras el primer tema de las fotos que le hacían los admiradores, aunque llevaba gafas de sol, y su aspecto de abandono era absoluto.
Segunda parte, una hora y 15 minutos más o menos. Tras un paso por los camerinos, Taha caminaba firme, sus músicos dejaron de preocuparse de dónde ponía los pies; se sentía tan seguro que entonaba incluso con excesivo brío, y a pesar de ello en Ya rayah dejó que el público cantase con él. Dos caras de un mismo concierto, de un solo artista, ese artista que declina pese a tener un repertorio excelente.
Rachid Taha
Apolo
Barcelona, 29 de noviembre
Ese es Rachid Taha, una estrella árabe que parece haberse perdido el respeto. Por supuesto, al público, a su repertorio, a su propia banda y fundamentalmente a sí mismo.
No se explica de otra manera la penosa impresión del arranque de su concierto, propio de una persona que ha declinado cualquier responsabilidad. Las canciones se alargaban para evitarle fragmentos vocales a Rachid Taha, los coros de sus músicos asumían toda la responsabilidad y a su repertorio le faltaba el empuje que ha de inyectarle un líder.
La segunda parte fue aparentemente distinta. Taha estaba más entonado, y con sólo eso y la estupenda selección de canciones que conforman su repertorio, poco menos que infalible, la actuación levantó el vuelo.
Pero el mal estaba hecho, la credibilidad astillada y la tristeza era un poso que en el fondo alentaba el amargor. No fue tanto por la euforia o lo que fuese -muchos artistas actúan más alterados y sus conciertos resultan solventes-, era debido a la certeza de que Taha no es dueño de su presente. Menos aún de su futuro.