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Columna
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El valle de los juguetes

En Dénia había una antigua factoría que alimentó la ilusión del los niños del siglo pasado con locomotoras de latón, caballos balancín y soldaditos de plomo, pero durante la guerra civil la fábrica de juguetes se reconvirtió para la producción de armamento y de allí salían las carcasas de las famosas bombas PO2. La contienda se llevó por delante muchos sueños, incluidos los de la infancia. La industria juguetera no levantó cabeza hasta mucho tiempo después cuando el país empezó a salir del alivio de luto con la llegada de la televisión; para entonces toda la imaginería infantil se trasladó con la Nancy y el Cinexín a la Hoya de Alcoy. Hace 50 años la comarca de la Foia de Castalla, conocida como el Valle de los juguetes, era un lugar de tradición artesanal y estética camp desde el que cada Navidad las muñecas de Famosa se dirigían al portal. Pero tal vez a aquellos pioneros del desarrollismo se les olvidaba que los reyes Magos venían de Oriente.

Ahora mismo la República Popular China ha pasado a ser la primera fábrica del planeta. Todo se produce allí desde la batería del ordenador con el que se realizan arriesgadas operaciones bursátiles, hasta la casita de la Barbie Superstar.

Las multinacionales han visto en el dragón asiático una mina de acumulación de capital. Por otra parte los consumidores prefieren mirar hacia otro lado ante la ventaja que supone acceder a precios más baratos gracias a los miserables salarios chinos. Volvemos a la ética calvinista de la primera revolución industrial. De hecho las fábricas chinas vienen a ser a la economía actual lo que las manufacturas inglesas de la época de Dickens fueron al desarrollo del capitalismo. Y no es que la Inglaterra victoriana fuera mejor que la China de hoy. Acuérdense de David Copperfield y de Oliver Twist, de los sótanos obreros de Manchester, de las jornadas laborales de veinte horas, del trabajo infantil y de las ratas cruzando las calles de aquel Londres tenebroso con bobbys de silbato y capelina. El problema es que hoy las ratas y los dragones coexisten en el mismo espacio económico y hasta moral.

Morir intoxicados por los productos Made in China es la última versión del peligro amarillo. Aunque supongo que para llegar al corazón del gigante asiático antes hay que atravesar como Marco Polo las estepas de la propia conciencia. Si un día te enteras de que un jefe de una multinacional de juguetes se pega un tiro en Pekín y en lugar de pensar en plusvalías, te pones a meditar sobre los derechos de la infancia y los cuentos de Dickens, estás perdido.

Todo lo que el movimiento obrero había conseguido a lo largo de un siglo de historia: la jornada de ocho horas, la protección al consumidor, los derechos sindicales... se desvanece en medio de esta paradoja. Así mientras un niño chino entra a trabajar de madrugada en un sótano infecto y sin ventilar de cualquier suburbio oriental, otro crío de ocho años juega aquí en una urbanización de clase media con un cochecito rojo envenenado con pintura de plomo. Son los misterios de la globalización.

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