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Columna
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La gran coalición

Como el vino de Jerez y los caldos de la Rioja: banderas, banderas y más banderas sin otro objetivo que el enfrentamiento a una política concreta y gubernamental de Zapatero; una política que intentaba acabar con la irracional violencia de los irredentos, no nos engañemos. A las banderas les confieren algunos el valor de símbolos casi sagrados; es posible, sin embargo, que para la ciudadanía en general no sean más que un distintivo, una señal u objeto que permite distinguirnos como colectividad sin enfrentarnos a nada o a nadie. Siempre debería ser así, aunque la historia reciente valenciana, y por ende hispana, ofrezca mil y un ejemplos de todo lo contrario. No tenemos con todo la exclusiva en trapacerías en torno a las banderas. Ahí tienen, sin ir más lejos, las imágenes madrileñas del último sábado; o los cuatro mil euros que le tuvieron que pagar los dos mozalbetes malagueños a un juez letón por agenciarse sin permiso, y como recuerdo, la enseña del país báltico que adornaba las calles de Riga.

Y el episodio en el Báltico y la decisión del juez vienen a ser una nimiedad: el comportamiento de dos niñatos aderezado con el sentimiento epidérmico de un togado, cuyo país sufrió históricamente la presión del expansionismo teutón o eslavo. El mar de banderas rojas y gualdas con el escudo constitucional, en el Madrid del sábado pasado tan preelectoral, fue otra cosa: una utilización sectaria del distintivo que se quiere de todos; banderas para separar, adornadas con improperios a Zapatero; un Zapatero que en su política antiterrorista sólo intentó caminar por la vereda que anteriormente había intentado Aznar. Una vergüenza.

La política de los mares de bandera intimida, aquí y en cualquier lugar. Es una escenografía que no se merecen las víctimas de la violencia ni nadie, porque es agresiva y divide. Y contra la violencia y el dolor, que originan los incidentes de cualquier patria, se necesita la unión de los demócratas y no violentos. Algo parecen no entender en amplios sectores del Partido Popular, donde tienen respuesta preelectoral para todo.

La tienen incluso para el caso de que ni PP ni PSOE, los partidos mayoritarios, alcanzaran mayorías absolutas, dada la escasa diferencia en los resultados que indican los sondeos más o menos fiables. Aboga en tal caso Esteban González Pons, cabeza pensante en el programa electoral del PP, por una gran coalición, a la alemana, entre conservadores y socialdemócratas para evitar depender del voto de los nacionalismos periféricos en la formación del gobierno. Nacionalismos periféricos, ahora la bicha del PP; hace una década, apoyos del primer gobierno del PP. Una gran coalición es una opción democrática. En Europa -y el azul y las estrellas de Europa cuelgan aquí por doquier- hay ejemplos de coaliciones para todos los gustos y necesidades. La Grosse Koalition del gobierno de Berlín se relaciona con dos crisis: la del estado del bienestar y los problemas de la Reunificación. De ello tienen conocimiento los párvulos en la RFA. La situación aquí no es la misma.

La propuesta de González Pons, además, debería ir acompañada de una lista con los problemas reales a los que todavía no se le he encontrado solución, y que requieren el trabajo conjunto de los dos grandes partidos; una lista de problemas que encabezaría el destartalado sistema educativo español y que iría estrechamente acompañado del no menos destartalado urbanismo que está convirtiendo la costa peninsular en una muralla china para cercar el mar. Sin ir más lejos esos dos problemas necesitan la gran coalición, y firmeza absolutamente necesaria. Firmeza y gran coalición que se hacen imprescindibles para el no menos importante tercer problema: la violencia de los irredentos. Pero para los unos y para el otro están de más los mares de banderas, que promueven quienes dicen tener respuesta para todo.

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