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Columna
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El tango del adiós

Pocas veces ha habido en Madrid un acto tan sereno y emotivo como el velatorio de Fernando Fernán-Gómez en el Teatro Español. A él no le hubiera gustado protagonizar la función, sin duda, porque era persona sumamente discreta. Pero esta vez no tuvo más remedio que callar y dejar hacer el guión a otros. La gente quería decirle adiós. Sus amigos, sus innumerables admiradores y la capital de España sabían que estaban despidiendo a uno de los grandes. Para encontrar una conmoción similar en Madrid por la desaparición de un cómico habría que retroceder hasta 1635, cuando murió Lope de Vega: los funerales públicos duraron nueve días, pero es que entonces la gente era muy barroca. Con Lope se celebraron unas cuantas misas; con Fernando Fernán-Gómez, unas cuantas mesas, porque el Teatro Español se convirtió en café de tertulia, cante y dolor sosegado.

Todo el tiempo se oyeron pasar tangos, música que fascinaba al artista. Enrique Morente, entrecortado, interpretó Caminito. El féretro, arropado por la bandera libertaria, presidió todo con la misma elegancia que en vida y con algún que otro comentario lúcido y socarrón por parte del finado. Frente al Teatro Español, la estatua de otro grande, Calderón de la Barca, observa con melancolía. Él, tras una juventud tan movida como la de Fernando Fernán-Gómez, optó por hacerse sacerdote en la madurez, vaya usted a saber por qué. También se hizo presbítero en su vejez Lope de Vega, por las mismas razones. Fernando Fernán-Gómez nunca tuvo que cambiar de convicciones.

La plaza de Santa Ana y sus alrededores son unos de los territorios mágicos de Madrid y de la literatura. Por esa zona se desenvolvía con mucho garbo La Gitanilla de Cervantes. Por allí tramaba sus fechorías El Buscón don Pablos de Quevedo. Desde el siglo XVII sigue siendo un barrio farandulero hasta los tuétanos. Fernando Fernán-Gómez lo conocía y lo amaba palmo a palmo. Allí le despidieron con tangos y con la frente marchita los muchos que le querían.

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