Desde la 'pornomiseria' hasta los circuitos comerciales
Le llamaron el cine de la pornomiseria. En los años setenta, Colombia, al igual que otros países vecinos como Brasil o Venezuela, consiguió conmocionar los grandes festivales de cine de Europa con películas descarnadas que elevaban a protagonistas las miserias de la gente, la vida de los marginales, los niños de la calle, las actividades del narcotráfico, la indiferencia y corrupción políticas. A pesar del florecimiento y reputación de este cine alabado en foros intelectuales como denuncia social artística, Colombia fue el único país que encontró una corriente adversa. El llamado Grupo de Cali, encabezado por cineastas agudos como Carlos Mayolo y Luis Ospina, respaldados por cierto sector de la crítica, señalaban que sus realizadores eran burgueses que sacaban beneficio y lustraban sus apellidos en marquesinas retratando, a través de estereotipos y tremendismo, una realidad que desconocían y les era totalmente ajena. Pero lo cierto es que la pornomiseria fue la última gran repercusión internacional del cine latinoamericano en general, y del colombiano en particular.
En 2006 se estrenaron ocho largometrajes nacionales. Para sus ciudadanos, el cine colombiano es solamente uno. Eso debería empezar a cambiar
Beneficio tuvo, sin embargo. El auge de estas producciones impulsó en Colombia la creación de Focine, en 1978, un instituto gubernamental de apoyo a la realización que amparó el estreno de 29 largometrajes hasta 1993, fecha en que cerró dando portazo a las ilusiones de un buen grupo de cineastas. Sin el apoyo de nadie, optando por el camino de la coproducción, el cine colombiano malvivió durante años y la esperanza fue mantenida solamente por éxitos puntuales, como el inesperado boom internacional de La estrategia del caracol (Sergio Cabrera, 1993), una metáfora ingeniosa sobre la realidad del país, o las de Víctor Gaviria (Rodrigo D: No Futuro, 1990, y La vendedora de rosas, 1998), que son el verdadero revés de la pornomiseria, protagonizadas por auténticos chicos de la calle reconvertidos en actores y que ofrecen un retrato entre asombroso, demoledor y desolador de sus vidas en Medallo, como los macarras llaman a Medellín.
En 2003 se creó una Ley de Cine que ha despertado la creatividad dormida de un puñado de realizadores, muchos de ellos muy jóvenes, que parecen dispuestos a dar impulso y meter a Colombia en el mainstream del cine internacional. No lo tienen fácil, especialmente cuando en su propia casa pocos tienen fe.
En 2006 se estrenaron en el país ocho largometrajes nacionales que representan apenas el 4,94% del total y el impacto taquillero, salvo excepciones, fue más bien bajo. Para sus ciudadanos, el cine colombiano es solamente uno y versa sobre delincuentes en los que los personajes se llaman los unos a los otros gonorrea e hijoeputa pero poco más. Eso, sin embargo, debería empezar a cambiar. La muestra de novísimo cine colombiano que se ha organizado como actividad paralela de la Feria del Libro de Guadalajara podría ser el primer reto internacional del nuevo tipo de películas impulsadas por la Ley de Cine. Once largos y numerosos cortos darán cuenta de ello en México.
Al final del espectro (2006) es quizá la de mayor contraste. Con apenas 27 años, el realizador Juan Felipe Orozco se lanzó a producir por cuenta propia y con ayuda de su hermano un largometraje de terror. Una historia de agorafobia, el trastorno más cómodo para una película de género sin presupuesto, en el que una mujer es acosada por su mente retorcida, unos vecinos raros y el fantasma de una niña, en un ingenioso cruce entre Polanski e Hideo Nakata. Ha tenido buena taquilla y mejor crítica en Colombia pero su historia no acabará con un aplauso en Guadalajara y a Orozco, como ya la ocurrió aquí a Alejandro Amenábar, se le acaba de cruzar en su vida Nicole Kidman, benefactora con glamour, interesada no solamente en protagonizar un remake sino exigiendo a la productora Universal que sea el joven realizador colombiano quien se encargue de dirigirla el año próximo en Hollywood.
Aunque no prescinde de drogas y narcos, gonorreas e hijoeputas, El Colombian Dream (Felipe Aljure, 2005) está más cerca de Almodóvar que de la pornomiseria. Película delirante sobre la idiosincrasia nacional que se vende con el eslogan "véala antes de que la prohíban", se desarrolla en la terraza cósmica de un bar psicodélico donde pululan una española secuestrada, un hombre que vuela vestido de mujer, gente gastando dinero que no es suyo y unos extranjeros malhumorados, lo que la coloca en los antípodas de Sumas y restas (2004), también incluida en el ciclo. Es la producción que cierra la Trilogía de Medellín iniciada por Gaviria con Rodrigo D: No Futuro y continuada con La vendedora de rosas. Insiste en su retrato de la marginalidad y reincide con actores no profesionales pero se aleja del tono de documental neorrealista, introduciendo preocupaciones dramáticas. El filme se remonta a los orígenes del problema de la industria de la droga en el Medellín de los años ochenta y narra cómo el narcotráfico penetró en todos los ámbitos de la vida de la ciudad y cómo toda la sociedad llegó a un acuerdo tácito de tolerancia porque se beneficiaba de su actividad. El Rey (José A. Dorado, 2004), una de las pocas estrenadas en España junto a Rosario Tijeras (Emilio Maillé, 2005, con Unax Ugalde y Flora Martínez), también se va al nacimiento del imperio de la droga, contando la vida de Pedro Rey, el primer lord, antecesor de Pedro Escobar.
Con intención idéntica de revisar el pasado inmediato, pero sin sensacionalismo alguno, Apocalipsur (Javier Mejía, 2005) opta por el género de la road movie, acomodando en una furgoneta Volkswagen a cuatro jóvenes adinerados del Medellín de los años noventa, uno de ellos hijo de una jueza incorruptible y otro, el del líder de un cartel, para reflexionar con cierta amargura sobre una sociedad en la que se perdieron las ilusiones. Aún más atrás, a un Bogotá noir, oscuro y lluvioso en 1945, se remonta Historia del baúl rosado (2005), curiosa ópera prima de Libia Stella Gómez que ha optado por el cine negro para contar, con impecable reconstrucción histórica, el relato de una niña muerta encontrada en un baúl postal.
Hace 20 años una muestra de cine colombiano hubiese quedado reducida a varios títulos sobre niños de la calle y asesinos urbanos. Hoy el panorama es otro, con sus películas de género, pero no por ello todo está consolidado. Víctor Gaviria, aun siendo uno de los más reputados, rodó en 2000 Sumas y restas pero no pudo concluirla hasta 2004, mientras que iniciativas extranjeras de tema colombiano (María llena eres de gracia, que consiguió incluso una nominación al oscar para la actriz Catalina Sandino Moreno, o La virgen de los sicarios) son las que se ruedan rápido, con mayor presupuesto y fácil acceso a los circuitos internacionales. Conquistar y convencer a los locales es tarea primordial del nuevo cine colombiano y penetrar en los mercados internacionales, por ahora, un asunto de heroicidad. Pero algo es cierto, han dado un paso y su cine se diversifica. Guadalajara les abre una puerta. Aún quedan muchas otras por abrir. -
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