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Columna
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Quítenles poder a los alcaldes

Justo al contrario, así es como lo veía él. Acababa de leer en el periódico una entrevista con el nuevo presidente de la Federación Madrileña de Municipios en la que declaraba que, en su opinión, los ayuntamientos deben aspirar a conseguir "una total autonomía", y pensó que no sólo no estaba de acuerdo, sino que lo mejor sería quitarles gran parte del poder que actualmente tienen y que, de hecho, ha propiciado la mayor parte de los disparates urbanísticos y atropellos medioambientales que se han cometido en nuestro país. Porque más autonomía significa eso, más poder, y ya se sabe que el poder es como un cuchillo, depende de en qué manos caiga puede usarse para cortar el pan o como arma. Por poner un par de ejemplos, el profesor Enrique Tierno Galván, que también fue alcalde de Madrid y era un hombre prudente, decía que "el poder es como un explosivo: o se maneja con cuidado, o estalla". Pero Henry Kissinger, un tipo tan listo que ganó el Premio Nobel de la Paz por organizar golpes de Estado en media Latinoamérica, lo definió como "el afrodisiaco más fuerte". Imagínense con cuánta ferocidad se puede pelear por tener algo así y, cuando ya lo has conseguido, a qué niveles de envilecimiento o cinismo se puede llegar con tal de que no te lo quiten.

Más autonomía significa eso, más poder, y ya se sabe que el poder es como un cuchillo
Cuando la condena de la Unión Europea llegue, ya dará lo mismo porque los túneles están hechos

Cuando Adolfo Suárez, nada más llegar a la presidencia del Gobierno, envió un emisario a Washington para hablar con Kissinger y ver de qué pie cojeaba Estados Unidos con respecto a nuestra transición democrática, al viejo zorro no se le ocurrió otra cosa que darnos este consejo: "No olvide que los malos políticos hacen promesas y los buenos las incumplen".

¿Más poder para qué? Hasta ahora, el poder de decisión de los alcaldes sobre sus territorios ha valido, principalmente, para destrozarlos, para destruir las costas, envenenar el mar, transformar las playas en infiernos de cemento, devastar zonas naturales y hacer en ellas campos de golf o chalés adosados. O para llenarlas de estatuas horteras que van de los gordos de Botero a la cabeza del padre del Rey, pasando por la Violetera. O para abaratar aún más la vista de los ciudadanos a base de chirimbolos terribles del tipo de los que acaban de instalarse en Madrid. O para destruir edificios emblemáticos o con gran valor cultural como la pagoda de Miguel Fisac y negarse a rehabilitar otros como la casa de Vicente Aleixandre en la calle de Velingtonia. O para convertir teatros históricos en hamburgueserías o sucursales bancarias, como han hecho otras veces y, tarde o temprano, harán con el teatro Albéniz. ¿En qué se parecen todas esas cosas? Está claro: en que todas desembocan en la palabra dinero. Ya saben cuáles son las puertas que van a dar a ese dinero: la especulación, el robo, la deshonestidad...

"¿Más poder? ¡Al contrario!", se repitió Juan Urbano, "lo que habría que hacer es limitarlo y obligar por ley a que las decisiones que afectan al medio ambiente, al urbanismo y al patrimonio histórico-artístico tuvieran que someterse al juicio y la aprobación de especialistas en cada tema, personas independientes, que aunque algunos puedan dudarlo todavía existen en nuestro país, que decidiesen si se puede talar un bosque o echar abajo con las grúas un inmueble que pueda tener algún valor cultural. Claro que ya existen algunas de esas cosas, pero sólo sobre el papel: en la realidad, se puede hacer hasta una obra tan extraordinariamente complicada como la del soterramiento de la M-30 sin someterla a un informe de impacto medioambiental, que es justo lo que ha hecho el alcalde Ruiz-Gallardón amparándose en mil trampas que han llevado a donde siempre, a ese limbo en el que cuando la condena de la Unión Europea llegue ya dará lo mismo, porque los túneles están hechos, los árboles han ardido y los coches ya ruedan por el asfalto.

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Juan Urbano fue a la oficina esperando que la mañana pasase rápido para ver a su chica, que para él era lo más todo, y al pensar eso le dio miedo de los mases que acompañarían a esa más autonomía y más poder que piden ahora los alcaldes. ¿Más corrupción, por reducir a una sola palabra todo el espanto? Mejor no, gracias. Mejor un poco menos de todo, en este caso.

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