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Columna
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El prestigio del aguafiestas

Hay una ley no escrita que opera en el imaginario colectivo con asombrosa eficacia: la economía no va bien. En serio: no va bien, nunca ha ido bien, nunca irá bien. No hay momento de la historia remota o reciente en que las gentes (los políticos, los profetas, los vendedores de seguros, el sabio pueblo o el tonto populacho) no se quejen con vehemencia de lo mal que va la economía. Es más, siempre caemos en la cuenta de que disfrutábamos un periodo de bonanza precisamente cuando éste ya concluye y se anuncia la llegada de una crisis.

Es una ley misteriosa, pero tan implacable que no deja lugar a la esperanza: si hay crisis es que hay crisis, y si en algún momento no la hubo nos damos cuenta porque se aproxima otra crisis. Así es, siempre hay una crisis a la vista y gracias a ella los profetas retroactivos nos recuerdan cómo hasta ayer, hasta ayer mismo, y quién sabe durante cuántos meses, cuántos años, cuántas décadas, habíamos gozado de un período próspero y feraz. Por desgracia, es a partir de hoy cuando toca apretar los dientes, apretar los machos, apretar el presupuesto, atravesar, en suma, toda clase de aprietos. También ahora nos anuncian que llegan tiempos de apreturas. ¿Eso quiere decir que hasta ayer vivíamos en la opulencia? Lástima no haberlo sabido antes.

¿Eso quiere decir que hasta ayer vivíamos en la opulencia?

Este patológico pesimismo nada tiene que ver con la verdadera economía (ni con la microeconomía de las familias ni con la macroeconomía de los estados), sino con la naturaleza humana, que viene torcida desde el origen y que tiende a verlo todo negro, sin saber que todo, más bien, resulta vulgarmente grisáceo. Ahora se masca la tragedia porque el precio de la vivienda se ha atascado e incluso empieza a bajar. Pues será una gran tragedia, pero habría que recordar que hasta ayer mismo la tragedia consistía en que la vivienda no paraba de subir. "Medio millón de españoles no encuentran a quién vender su casa", oí el otro día en la radio. Pero ¿no era antes el gran problema que nadie pudiera comprar una?

Era trágico que los precios subieran y ahora es trágico que empiecen a bajar. Y si antes las personas, desesperadas, vagaban por las inmobiliarias sin encontrar un piso asequible, ahora otras personas (¿o no serán las mismas?) vagan de igual modo sin encontrar a quién venderlas. La información monetaria no es menos apocalíptica. Horror debemos sentir al disponer de una moneda tan fuerte como el euro, pero ¿acaso algún ingenuo considera que si el euro fuera débil estaríamos bailando de gusto?

Las cifras siempre muestran su cara más terrible y temo que no enseñarán ninguna otra a lo largo de toda nuestra vida. Todos los parámetros adquieren caracteres dantescos. Hace décadas asistimos con espanto a la masificación de las universidades. En las atestadas clases faltaban sillas y asomaban unos bustos parlantes, allá a lo lejos, a los que nadie conocía en persona. Pues bien, ya pueden cambiar las cosas que lo único que permanece es el horror: ahora los medios dicen que las matrículas se desploman, aseguran que las aulas se desertizan y que los campus muestran la densidad poblacional que dejaría el lanzamiento de una bomba de neutrones. Antes los médicos daban pena porque salían de debajo de las piedras, ahora nos dan la misma pena por la razón contraria: porque no van a dar abasto.

¿Por qué los apocalípticos no sólo tienen éxito, sino que cuentan con mayor credibilidad que los demás? Y si siempre ha sido así en la economía, ¿qué augurios nos esperan para los próximos mil años, ahora que hemos descubierto algo mejor: los horrores inminentes del cambio climático?

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