El síndrome del no
Recuerdo que a mediados de 1989 escribí diversos textos quizá deshilvanados sobre el síndrome del no, un fenómeno barcelonés de aquel momento en que las obras preparatorias de los Juegos Olímpicos ocupaban buena parte del paisaje urbano. La ciudadanía parecía empeñada en protestar contra cualquier propuesta de reforma urbana contra las ambiciones excesivas, temerosa de unas obras "faraónicas", desproporcionadas respecto a nuestra realidad económica, demasiado pretenciosas para nuestra habitual falta de autoestima o demasiado arriesgadas según nuestro seny tradicional. No era sólo la ciudadanía la que clamaba el no, sino también los burócratas timoratos y los partidos políticos que lo utilizaban como fermento de oposición.
Que el mal trato recibido no nos lance al pesimismo, sino al entusiasmo de la reivindicación
Recuerdo que en muy poco tiempo se lanzaron campañas contra un plan de nuevos hoteles con el argumento de que no se alcanzaría nunca el previsto crecimiento del turismo, contra el Plan de Museos de 1985 y especialmente las obras faraónicas del MNAC, contra el proyecto de construcción del Auditori y del Teatre Nacional, contra las obras de mejora del Ateneu Barcelonés, contra la ampliación del Palau de la Música y del Liceu -antes del incendio, cuando la operación era más modesta- contra la urbanización del Port Vell. Cada campaña se iniciaba con argumentos sectoriales a menudo respetables, pero, enseguida, se apoyaba en la morbosidad de un no sistemático que acreditaba una voluntad colectiva de abstención y una falta de confianza en el futuro.
Con escasas excepciones todos aquellos programas se han ido realizando y se han integrado a la vida barcelonesa sin demasiados traumas: los hoteles se han multiplicado mucho más de lo previsto con ocupaciones en aumento y el nuevo Liceu, el MNAC, el Auditori y el Teatre Nacional nos parecen hoy unos equipamientos indispensables. Seguramente serían mejores si se hubieran atendido algunas observaciones concretas incluidas en las protestas, pero no existirían si la ciudad hubiese claudicado ante un indiscriminado síndrome del no.
Me temo que ahora esté apareciendo un fenómeno análogo, aunque no sea con las mismas causas ni en las mismas circunstancias. Las diversas y potentísimas protestas contra el túnel del tren de alta velocidad, ¿hay que considerarlas sólo una anormalidad enfermiza superable y, también, como un simple recurso opositor? En parte, sí, porque no es explicable que buena parte de los habitantes de una ciudad densa y moderna nieguen la operatividad de un túnel transversal para un servicio público. Pero, en parte, no, porque hay un aspecto sustantivo, bien fundamentado, que explica el tono general de las protestas: la falta de confianza en los mandos políticos y sus técnicos -los de España por sus decisiones y los de Cataluña por sus indecisiones- para desarrollar eficazmente la operación, no sólo por la pésima experiencia en el primer tramo del trazado hasta la estación de Sants, sino por el desastre general que han alcanzado todas las infraestructuras, muestra evidente del desbarajuste político de un Estado que entorpece la normalidad de Cataluña. Las protestas, por lo tanto, son esta vez de mayor calado. Y es normal que en ellas se confundan o se interrelacionen temas diversos aunque todos coincidan en un mismo objetivo global: el repudio a una situación política insostenible, en la que España se presenta como un estorbo no sólo en estos temas concretos, sino en la amplitud social, cultural y económica del futuro de Cataluña.
Pero, a pesar de todo ello, sería muy negativo que estas protestas acabasen generando en Barcelona la enfermedad colectiva del no como la de los últimos años ochenta. Para evitarlo hay que dar respuesta, desde Cataluña, al malestar político y encauzar las protestas no hacia el pesimismo, el miedo, la desconfianza y el conservadurismo a ultranza, sino hacia las profundas reivindicaciones políticas, en apoyo entusiasta a unos mayores grados de soberanía. El reciente discurso del presidente Montilla en Madrid ha marcado este camino en términos valientes y relativamente nuevos: afirmar las necesidades y las exigencias sin acudir al pesimismo generalizado, sino reclamando la esperanza y al entusiasmo colectivo y recordando la fuerza del "Adéu, Espanya" maragalliano.
Pero hace falta, también, conquistar la confianza en la buena realización de esas grandes obras. Las autoridades deben empeñarse en demostrar que una ciudad como Barcelona necesita indefectiblemente varios niveles de tránsito público y que un túnel de estas características no es una empresa faraónica, sino una labor normal, casi vulgar. Pero también tienen que aceptar públicamente los errores cometidos (por ejemplo la decisión de pasar el trazado por la estación de Sants, un punto de excesiva concentración) y tienen que desmontar falsos argumentos pesimistas sin bases técnicas (por ejemplo, el anuncio del hundimiento de la fachada de la Gloria de la Sagrada Familia, una obra que todavía no ha empezado, que tardará más años que la construcción del túnel y cuya estabilidad tendrá que adaptarse forzosamente a esa circunstancia). Esos argumentos amenazan en convertirse en sentimentalismos insuperables. Sólo así se alejará el peligro de la enfermedad colectiva del pesimismo y los esfuerzos se concentrarán en la crítica a la persistente negligencia del Estado con una adecuada carga reivindicativa en tono positivo. Que el mal trato recibido no nos lance al pesimismo generalizado, sino al entusiasmo de la reivindicación. Sería absurdo que la mala gestión de las infraestructuras nos llevase al repudio de cualquier modernidad.
Oriol Bohigas es arquitecto.
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