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Columna
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¿Bailas?

A finales de los ochenta, si eras un adolescente y no sabías bailar estabas perdido. En las diminutas y rancias discotecas de los cámpings, en los bares de las ciudades costeras donde pasábamos el viaje de fin de curso o alrededor del radiocasete en una excursión, saber bailar nos redimía ante las chicas.

No pretendíamos arrobar sus corazones sobre la pista, nos conformábamos con defendernos del ridículo, pero pocos lo conseguíamos. Con dieciséis años, uno estaba a merced de las virtudes otorgadas por el destino y Dios concedió tan selectivamente la cualidad de la danza como fue generoso en el reparto de los granos.

Ellas, sin embargo, se contoneaban con una gracilidad y una naturalidad pasmosa, bruñían descuidadamente su atractivo bajo las luces azules y rojas de los garitos. Mientras, nosotros apenas acertábamos a saltar a su alrededor como canguros heridos, a movernos espasmódicamente o a mecer la cadera y el cuello amaneradamente.

Quienes acabamos solos en aquellas veladas no hemos vuelto a querer saber nada del asunto
Dentro de poco, no saber bailar será un defecto, una carencia antiestética, un detalle de mal gusto

El más presentable fingía tocar una guitarra de aire. Quienes acabamos solos en aquellas veladas discotequeras no hemos vuelto a querer saber nada del asunto.

En los noventa, se abolió el rito del baile tanto para los adolescentes como para los jóvenes, cuyo hábitat de seducción pasó a ser el bar donde el único movimiento valorado era el que hacía el antebrazo para llevarse el cubata a la boca.

Pero hoy ya se empiezan a notar los primeros síntomas de una nueva fiebre del baile. La inmigración suramericana ha llenado Madrid de locales de salsa y otros estilos caribeños.

El propio auge del hip-hop, también ligado en gran medida a los latinoamericanos, conlleva una coreografía propia e inseparable de la música. El breakdance ha regresado a las calles en las que nació hace veinticinco años.

En Nueva York, Londres, Milán o Madrid se pueden ver chavales en los soportales o las plazas retorciéndose al ritmo de la música rota. Los fines de semana, en los pasillos del intercambiador de Príncipe Pío, un gran grupo de chicos juega a esa danza de posturas fragmentadas donde el cuerpo parece no tener engranajes. Hacía décadas que los adolescentes no quedaban para bailar.

La televisión es un eco de tendencias pero también es un generador de modas. Tras el boom del canto propiciado por Operación Triunfo, ahora las cadenas se empiezan a volcar con el fenómeno de la danza. ¡Mira quién baila! fue la primera avanzadilla de una serie de programas dedicados al baile a la que, de momento, sigue Fama ¡A bailar! Mover el cuerpo al ritmo de la música está pasando de ser una excéntrica cualidad a un mérito tan estimado que casi resulta innegociable. La mayoría de los treintañeros que padecimos aquellas traumáticas y calamitosas experiencias sobre las pistas de los ochenta ya somos irrecuperables para cualquier clase de coreografía.

Pero aun así algunos de los nuestros han decidido darse una segunda oportunidad, tanto por vengar su pasado de patéticos Tony Manero como por hacer ejercicio. Los bailes de salón han dejado de ser únicamente la actividad de los jubilados los martes por la tarde. Muchos jóvenes madrileños se apuntan a clases de chachachá, tango, vals o de merengue para reivindicarse bajo una bola de espejos.

La virilidad, la torpeza natural o los pies planos empiezan a no servir como excusa para huir del foco improvisado del salón de una casa o de una discoteca.

Dentro de poco no saber bailar será un defecto, una carencia antiestética, un detalle de mal gusto como fumar o escupir en las aceras. El baile no sólo se está convirtiendo en una actividad redentora, rejuvenecedora e igualitaria, sino ecológica y espiritual.

Tras el taichi y el pilates, poco a poco está llegando a Madrid la moda de la biodanza, algo así como una terapia de integración afectiva entre las personas y con la naturaleza. En realidad casi nadie tiene muy clara la teoría de esta experiencia pero sí parece nítido que desentumece los músculos y propicia encuentros sexuales entre sus participantes. Al fin y al cabo, el baile es siempre una danza sexual, un ritual de cortejo para enamorar al sexo opuesto, a los dioses o incluso a nosotros mismos.

Aunque aquellas chicas que se rieron de nuestros movimientos en el baile de fin de curso se perdieron para siempre, hoy tenemos la oportunidad de aprender los pasos que nos habrían llevado a sus brazos. La mayoría eran hacia adelante.

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