El mito del Holocausto
He tardado, me he resistido, pero, al fin, hay que rendirse ante la evidencia. Tenía razón Goebbels, el ministro de propaganda de Hitler, cuando dijo -si es que lo dijo- que una mentira repetida 1.000 veces acaba convirtiéndose en verdad. Perogrullesco, sucede cada día y referido a muchas cosas. Es una definición de la publicidad, dedique su arte a la promoción de artículos, ideas o electrodomésticos de buena calidad. El viejo cuento infantil del rey desnudo; si todo el mundo dice que el rey va ricamente vestido, lo repiten sus consejeros, ministros y cortesanos, así le ve también el pueblo, mucho menos desconfiado de lo que se supone.
Viene esto a cuento, en concreto, a razón de uno de los recientes e inacabables premios Príncipe de Asturias, el discernido, con todo merecimiento, al Museo del Holocausto, levantado en Jerusalén, para memoria eterna de la Humanidad. He leído distintas reseñas en periódicos españoles, donde detecto cómo se forma un mito, tanto más fuerte cuanto menos interesado sea. De nuevo se pone de relieve la intervención española en la salvación de gran número de judíos en la ciudad de Budapest, a finales de la última Guerra Mundial. Era cierto.
Se pone de relieve la intervención española en la salvación de judíos en la ciudad de Budapest
En tiempos de la dictadura del general Primo de Rivera -o quizás antes- a un ignoto chupatintas se le ocurrió rehabilitar burocráticamente a los hebreos expulsados por los Reyes Católicos. El motivo: a poco de concluida la Primera Guerra europea crecía el antisemitismo, tachado de alentador del comunismo, cada día más poderoso y violento. Pero comenzaron las agresiones al pueblo de David, los siniestros pogromos, la saña contra una comunidad desvalida. Aquella España, aún monárquica, de los años veinte lanzó la idea de salvar, al menos, a los que mantuvieron algún nexo con este país nuestro del que salieron por querer conservar sus creencias y negarse a entregar el oro que les pedían para la aventura americana.
Nadie pareció interesado en obtener la nacionalidad hispana. Sefardíes y askenazis vivían en el Viejo Continente, completamente integrados, prosperando con mejor o peor fortuna, según el destino de cada cual. La oferta de la vieja Sepharad fue observada con benévolo desdén, hasta que la furia nazi se desató en toda su violencia cerrando fronteras y atrapando a los judíos en guetos infranqueables. Hace cuatro o cinco años, en estas mismas columnas, conté algo de lo que sabía del asunto, referido a los que vivían en Hungría, pues yo mismo habité en aquella tierra desde 1943 a 1945, hasta pocas semanas antes de que entraran en la capital las tropas soviéticas.
Yo estaba allí de corresponsal, y mis posibilidades de información eran bastante buenas, facilitadas por colegas italianos y nativos que conocían bien los entresijos de la complicada política magiar. Naturalmente, conocí al encargado de negocios de nuestra legación, Ángel Sanz Briz, con quien mantuve excelente y estrecha relación, ya que, como he dicho en otras ocasiones, salvo un fabricante de tapones de corcho catalán, dos monjas de clausura y yo formábamos la colonia española permanente. Sanz Briz fue un excelente diplomático, educado para afrontar cualquier misión, que desempeñó con dignidad, inteligencia y valor un puesto incómodo tras la abierta ocupación alemana y la actualización de las leyes antisemitas, débilmente aplicadas hasta entonces. Por dignidad profesional conoció la alta sociedad húngara, de la que formaban parte muchos semitas, entroncados con la aristocracia.
Sanz Briz, en su momento, recibió las mismas instrucciones que sus colegas en diferentes países: brindar, en la medida que fuera posible, el pasaporte español a quien invocase la condición sefardí. Y lo hizo, primero con sus numerosos amigos y luego tuvo la oportunidad de conocer a un individuo extraordinario, un italiano que se ocupaba en el negocio del ganado llamado Giorgio Perlasca, combatiente de las fuerzas italianas en la Guerra Civil española. La confusión era tanta que he de confesar que no conocí personalmente a este bravo e imaginativo sujeto, verdadero artífice del salvamento. Sanz Briz confió en él, o fue sorprendido por su actividad múltiple y arrolladora. Perlasca falsificó sellos, certificados, avales, contratos inmobiliarios donde acoger a docenas de israelíes, bordeando heroicamente la mayoría de las disposiciones vigentes en Hungría, lo que no hubiera podido hacer un diplomático acreditado. De otra parte, en momento alguno Ángel Sanz Briz se atribuyó hechos que le cogieron de sorpresa, cuando ya había abandonado la misión por orden de sus superiores, porque aquel aragonés era un caballero. Si los judíos tienen una deuda, es con la memoria de Perlasca y, en segundo término, con la actuación, digna y firme del representante español. Lo demás son fantasías que, si continúan repitiéndose, acabarán adquiriendo naturaleza indubitable.
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