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Reportaje:

Volver a Onetti

Juan Cruz

Esa cabeza de caballo triste", apoyada en la almohada de su cama, en la penumbra del cuarto que tenía en la casa donde vivió en el exilio de Madrid, albergaba "la mejor literatura de la segunda mitad del siglo XX". Era la cabeza del uruguayo Juan Carlos Onetti (1909-1994) y en ese primer puesto de la clasificación le coloca José Manuel Caballero Bonald. "Sabías que era un genio antes de leerlo: su aspecto, su huida violenta de la vida social".

Lo dicen muchos. Mario Vargas Llosa reclamó en 1967 (cuando recibió en Caracas el Rómulo Gallegos) que quien debería ser premiado en América Latina era "el gran Onetti". Juan José Millás: "Y nadie nos indujo a leerlo, se impuso su genio; mientras otros venían con brío él nos dio la lección de su sigilo". Antonio Muñoz Molina, a quien Onetti defendió -como a Julio Llamazares- de las dentelladas de Cela, cuando el elegido Nobel arremetió contra ellos, nos dijo cuando le preguntamos por el regreso de Onetti: "Nunca se fue; es un genio, está y estará siempre".

"Nunca se fue; es un genio, está y estará siempre presente", afirma Antonio Muñoz Molina
"Mirá vos, Mario, vos tenés una relación conyugal con la literatura. Yo tengo la relación de un amante"
Para Caballero Bonald, ese universo "existencialista" que edifica Onetti condensan la vida
A Dolly le dedicó 'La cara de la desgracia': "Para Dorotea Muhr, ignorado perro de la dicha"
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Están pensando en hacer una película a partir de Para esta noche; en Buenos Aires tienen en escena una obra teatral que parte de sus textos y del cuento Onetti a las seis, de una especialista en su obra, Liliana Díaz Mindurri. Muñoz Molina tiene notas para un libro sobre él. Y Vargas Llosa trabaja en una obra que tiene como protagonista a ese hombre que en La vida breve desgrana frases que parecen cristales de su figura: "Esa cabeza de caballo triste", "de ojos cansados, semidisueltos, salientes", incapaz de luchar "contra aquella tristeza repentinamente perfecta"...

No quería saber nada ni de su fama ni de la calle, y se pasó acostado una década, acaso por la nostalgia de la infancia. Escribió en un cuento sobre el padrinazgo de su ahijada, a quien llaman Biche, una frase que vale una autobiografía: "Ya en la calle vi empañarse mis lentes; estaba mezclando a la hija ausente con mi única ahijada. Y recordé que ambas iban a crecer y perder para siempre el paraíso de la infancia". 'La hija ausente', Isabel María recuerda con emoción esas líneas.

Él buscaba no perder el paraíso de la infancia; nos dijo un día que no se levantaba "para que Biche [así llamó a su perra] no me muerda las canillas", pero nos dijo también que seguía en la cama, porque así no perdía el contacto con la cuna que le albergó en ese paraíso irrecuperable.

¿Presencia? Ahora Punto de Lectura publica en bolsillo la mayoría de sus libros (comienza con El pozo, Tierra de nadie, La vida breve, Para esta noche, Los adioses) y Círculo de Lectores agrupa su obra completa, de la que ya han salido dos tomos; al frente de esta última aventura esta Hortensia Campanella, que siempre vio en Onetti "la conciencia de la muerte"; de eso trata su obra. Su compatriota la poeta y narradora Cristina Peri Rossi, que eligió el mismo camino del exilio en España, ve en Onetti "a uno de los pocos existencialistas en lengua castellana"; el existencialismo sartreano llegó a Uruguay por la influencia de tanto emigrado de la última guerra mundial, se impregnó en "el concepto trágico de la existencia de Onetti", consciente de que ya el nacer es el gran error, que se confunde con el error de la muerte... Para Caballero Bonald, ese universo "existencialista" que edifica Onetti "es un mundo tan fascinante, tan alejado de un realismo pueril; condensa la vida", y desemboca en la tristeza "del tango", como dice Peri Rossi. Lo dice su viuda, Dolly: "Uno de sus grandes tangos es Sus ojos se cerraron", un tango que se lee como si fuera una banda sonora onettiana.

Millás dice que la clave de la presencia de Onetti "es la capacidad de llegar a lo cotidiano por la puerta de atrás". Y eso se advierte en su sentido del humor, que domina como una carcajada sus artículos de prensa. "Era sarcasmo", dice Félix Grande. El poeta era director de Cuadernos Hispanoamericanos cuando Onetti fue encarcelado por la dictadura uruguaya en 1974, y fue él quien recogió firmas de escritores para presionar a los secuaces de Bordaberry, y Onetti vino a España, exiliado, en 1975, con su mujer, Dorotea Muhr, a quien todo el mundo llama Dolly; a Dolly le dedicó La cara de la desgracia con esta inscripción tan onettiana: "Para Dorotea Muhr, ignorado perro de la dicha".

A Félix Grande le avisó Rafael Conte del genio que se avecinaba en la literatura en español: "Si quieres conocer qué es el infierno lee La vida breve. Una obra maestra". Después vino el episodio militar que perturbó (aún más) el descreimiento vital de Onetti. En Madrid hizo de su casa un santuario de su peregrinaje, por la amistad y por las lecturas. Grande y su esposa, la también poeta Paca Aguirre, fueron habituales, como lo fue su paisano Mario Benedetti... Su hijo Jorge, escritor como él, fallecido en 1998, a los 66 años, prologó una colección de sus artículos y en ese texto dejó una descripción que ya podría inscribirse como el retrato que su padre quiso dejar de sí: "Puedo volver a verlo. El torso desnudo en aquel pegajoso domingo de verano, apresado en su departamento del barrio Sur de Buenos Aires tan mezquino de espacio que le apretaba en las sisas y la entrepierna. Un habitáculo, no mayor que el pozo de Eladio Linacero, donde Jota Carlos Onetti -así prefería el sonido de su nombre-, yacente y silente, era sólo un hombre solitario amputado de paisajes que leía y fumaba indiferente a ese lugar de la ciudad como a cualquier otro del mundo o del universo".

Ahí Onetti se revolvía entre lo que su hijo llamaba ataques. "... Se levanta súbito, abalanzándose sobre el escritorio de colegial al que se sienta. El lomo curvado como el de un oso sobre su presa: un cuaderno o unos cuantos folios en blanco y un manojo de lápices con puntas quirúrgicas. El cigarrillo humea olvidado. Me atrapa la certeza de que, si es perturbado, dará dentellada por respuesta. Se había convertido en un zombi total porque, cuando escribía para él, no existía nadie: ni el lector ni el crítico de la familia".

Él era un lector. En ese libro de artículos aparecen algunos de sus monstruos sagrados, y aquellos que se le iban evaporando, como Hemingway. William (Bill) Faulkner siempre estuvo en primer plano; puso su foto en todas sus casas (tenía muchas fotos, que iban turnando, desde Raymond Chandler a Humphrey Bogart, pasando por la Reina Sofía); "también él [Faulkner] supo mucho de ironía y de piedad". Borges le parecía una palabra mayor. Y en su diccionario estaban en primer término Balzac, Cervantes, Shakespeare, Dostoievski. No vivía para escribir, escribir le sobrevenía; pero había aprendido de don Pío Baroja que "con sangre no se hacen novelas, sólo morcillas". Era desdeñoso con los monigotes hinchados por la vanidad y le hubiera gustado, seguro, que le pasara lo que pedía Bill Faulkner: "Espero ser el único individuo del mundo que no haya dejado huellas de su paso". Le regocijaba recordar lo que de veras sucedió cuando murió su maestro: los escaparates de los negocios de su pueblo, Oxford, en el profundo sur americano, pusieron este cartel: "En memoria de William Faulkner este negocio permanecerá cerrado desde las 2.00 hasta las 2.15 p.m. Julio de 1962". "Es decir, ¡quince minutos sin ganar un mísero cent!", escribió Onetti, para añadir: "El muerto no podría imaginar un homenaje mayor y más sacrificado que éste de los pequeños gold diggers de su país".

Era un bromista; con la cara de Buster Keaton ("esa cabeza de caballo triste") gastaba bromas sin cesar. A Ramón Chao (que escribió un libro sobre él, Un posible Onetti, y que le hizo un documental importante para la televisión francesa), le recibió de uñas porque llegó tarde con su equipo. "Perdón, perdón, perdón", le decía el periodista gallego, implorante. "¿Me lo pides humildemente?" "Sí". "Si es humildemente, que pase tu equipo". A una ayudante de Chao le dijo: "¿Te fijás que tengo un solo diente? Pues te advierto que tengo una dentadura perfecta, pero se la he regalado a Mario Vargas Llosa". Félix Grande le discutió la primacía tanguera de Carlos Gardel; él se levantó de la cama, acudió al pasillo, seguido por el poeta, a quien le mostró la salida: "Si usted ningunea a Gardel, hágame el favor de salir de inmediato de aquí". Y luego lanzaba una carcajada que era también el último estertor de una sonrisa.

Una vez, ya cerca de su muerte (que fue en mayo de 1994, a los 84 años) este montevideano que desde el exilio tuvo dificultad para escribir la palabra Uruguay, llamó por teléfono a la escritora argentina Liliana Mindurri. Ésta había ganado el Premio Rulfo de cuentos creado por Chao en París, con un relato titulado Onetti a las seis. "¿Qué hora es en Buenos Aires?". Liliana creyó que era un bromista, y a pesar de la insistencia divertida de su ídolo colgó el teléfono sin creerse que era Onetti quien le estaba llamando. Dolly le comentó meses después del fallecimiento del escritor quién había sido el insistente bromista.

Dolly lo cree: su marido era un humorista; su sarcasmo partía de sí mismo, y se proyectaba en los demás, y en sus libros, pero sobre todo en sus artículos. Perseguía "aquella tristeza repentinamente perfecta", pero se reservaba el humor para los suyos. Su hija Isabel María, hija de la holandesa Isabel, de la que Onetti se separó en 1952, hablaba inglés desde la infancia, y fue profesora de su padre. "Me engañaba, hacía como que todo lo entendía al revés. Y yo me decía: ¿puede haber un hombre tan bruto como éste?". Litti (a quien Onetti dedicó Una tumba sin nombre) estuvo años "ignorando ser su hija"; pero hace cuatro años le pidieron en Colonia que interviniera en un homenaje, "y a partir de entonces lo he ido reconstruyendo dentro de mí, desde mi propia madurez". Ahora recuerda que la relación en la niñez "era cariñosa, distante, irónica. Pero luego nos escribimos, y ahora veo que nos hemos escrito mucho. Yo le decía que tenía dentro de mí muchas máscaras, y él me pedía que me las quitara. Lo que he sabido luego, ahora mismo, es que tengo muchas de las cosas que significan su actitud ante la vida. ¿Leíste El pozo? Pues yo también soy ese personaje al que le resulta difícil encontrar un alma ante la que desnudarse. El otro día mi hija de 22 años me preguntó por él, y qué debía leer suyo. Le leí entero El pozo, de un tirón, y luego me pregunté cómo será la vida a los 22 años después de leer El pozo. ¿Tú crees que hice bien?".

Isabel María tiene ahora 57 años, representa en Buenos Aires a la Universidad de Cambridge. Y Liliana, casi su contemporánea, a los 54 años, que nunca conoció a Onetti, a veces juega con ella a ser la otra hija de Onetti. Como a Muñoz Molina, como a Vargas Llosa, como a muchos de los que consultamos para este escrito sobre el solitario de la Avenida de América, a Liliana le parece que "Onetti es un resplandor; habla sobre montículos de basura, pero de ese montículo sobresale siempre la belleza". No, qué va, no era un hombre triste, dice Dolly. "Si vieras las cosas que me decía cuando me escuchaba ensayar con el violín; a veces salía del cuarto, enseñándome sus garras, simulando que era un ratón que me iba a devorar por hacer ruido a cualquier hora. '¿Por qué estudiás tanto?', me decía. 'Yo te compro un disco con aplausos, vos tocás y te pongo los aplausos, y así te quedás feliz'. Cuando se puso tan enfermo, lo metimos al hospital, y cuando mejoró el médico le fue a dar el alta; él lo atajó: 'No me quiero ir hasta que no termine de leer esta novela".

Mario Vargas Llosa, que ahora escribe un libro sobre él, lo vio, en Uruguay, como un hombre huraño, "sumido en una especie de meditación"; y luego esa relación fue creciendo, hasta que en otro encuentro le dijo el uruguayo al peruano: "Mirá vos, Mario, vos tenés una relación conyugal con la literatura. Yo tengo la relación de un amante". Vargas Llosa lo ha redescubierto; "es un escritor enormemente original, coherente; su mundo es un universo de un pesimismo que supera gracias a la literatura. Los que no le lean se pierden la modernidad que él inauguró en un territorio donde, con la excepción de Borges, dominaba el costumbrismo".

Onetti, dice Vargas Llosa, como dice Carmen Balcells, su agente, a la que dedicó su última novela, Cuando ya no importe, ha superado la prueba del tiempo. Balcells: "Muchos están destinados a desaparecer. Él va a quedar intacto la vida entera". Muñoz Molina cree lo mismo. "Onetti es una epifanía, la celebración de la belleza, la emoción y la ternura. ¿Que vuelve? Si no ha dejado de estar".

Ahora, dice Antonio Muñoz Molina, se lee su obra como el resultado de un proyecto, "como si lo tuviera todo en la cabeza; no pretendió ser monumental, ni grandilocuente, pero alcanzó una obra insuperable".

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