Escribir tras la demolición
Adorno se preguntaba si era posible escribir poesía después de Auschwitz y ahora no ha faltado quien aventure una duda paralela tras la demolición de las Torres Gemelas. ¿Qué escribir en medio del feroz conflicto entre Occidente y el islam? ¿Puede la literatura responder al "choque de civilizaciones" y la "guerra contra el terror"? No falta el novelista -o el crítico- que exclama que la literatura jamás ha mitigado enemistades, resarcido utopías o ayudado a los desprotegidos. En pocas palabras: que la literatura no sirve para nada práctico y que ése es su mérito.
A la vez romántica y pragmática -la literatura como producto del espíritu, ajena a las desavenencias terrenales, o la literatura como diversión de burgueses dominados por la culpa-, esta visión naufraga. Como la agricultura, la tecnología o las leyes, la literatura es un producto de la evolución: pertenecemos a la única especie que utiliza la cultura como principal arma de supervivencia. La literatura no es una invención casual ni un divertimento, sino un vehículo de transmisión de ideas e historias que tienen efectos reales en ciertos individuos -los lectores-, y por tanto en la sociedad.
Enterrado el comunismo y desacreditadas las utopías -con razón a la luz del siglo XX-, parecería que toda literatura que guarde algún tufo a compromiso debe ser ignorada y despreciada. El intelectual es visto con sospecha y las novelas políticas apenas reciben atención. Los estropicios del realismo socialista y la Revolución cubana justifican este rechazo, pero quizás valga la pena apostar, como lo han hecho brillantemente Bolaño o Coetzee, por una ficción política no sectaria. La perspectiva que la literatura puede ofrecer sobre los conflictos que dominan al mundo -y subyugan a millones- no debe ser intrascendente ni banal.
No es extraño que tantas novelas hayan pretendido abordar una de las preguntas capitales de nuestro tiempo: ¿por qué alguien se convierte en terrorista y, más aún, en suicida? El mal absoluto representado por los pilotos del 11 de septiembre -epítomes de los miles que se inmolan de Marruecos a Indonesia- no halla explicaciones claras en la psicología o la sociología y sólo la ficción es capaz de entrever las razones de estos monstruos (¿lo son?).
Updike, Khadra, Safran Foer, Flanagan, Berberian o DeLillo se han enfrentado ya a este desafío. Sus esfuerzos no han resultado del todo convincentes, como si el martirio y la sinrazón religiosa no fuesen expresables mediante las convenciones de la novela contemporánea, pero sus fracasos no deben clausurar la empresa (Conrad o Dostoievski lo lograron en el pasado, e imagino que alguien como Ishiguro podría mostrar, con sutileza y paciencia, las torturas íntimas de los verdugos).
A diferencia del análisis político o económico, la novela desmenuza las vidas de individuos concretos. Acaso sólo a través de ellos podamos atisbar qué hace que un ser humano destruya sin misericordia a otro ser humano. Ésta sigue siendo una de las grandes tareas de la ficción literaria, que no sólo aspira a la belleza y a la comprensión de los otros, sino a nuestra supervivencia.
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