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Reportaje:DIOSES Y MONSTRUOS

El hombre del Oeste

Carlos Boyero

No existen reglas generales ni estadísticas que expliquen fiablemente las adictivas raíces, el misterio y el mecanismo emocional con el que se inicia el amor de la gente hacia el cine, pero está claro que ese romance tiene que comenzar obligatoriamente en la infancia, que no necesita de esfuerzos intelectuales, que es un ritual hermanado con la ensoñación, que esa pasión no entiende de crisis ni de renuncias, que sólo finiquita cuando te cierran definitivamente los ojos. Las sensaciones que te provoca lo que ves y escuchas en la pantalla, el estado opiáceo que invade tu organismo, es algo tan íntimo como intransferible, pero los niños prolongan ese placer narrando e interpretando lo que han visto, con mayor o menor arte se inician en ese goce ensimismado que consiste en contar películas.

Lillian Gish: "He visto muchas veces a hombres como ése. Padecen el peor de los males, la fiebre de la pradera". Audrey Hepburn: "¿Qué la produce?". Gish responde: "¡La soledad!"

Hacia los catorce años, implacablemente seguro de que en el colegio y en los libros de texto no me iban a enseñar nada apasionante, que la auténtica vida estaba en otra parte llamada cine y literatura, descubrí que había gente que escribía sobre las películas y que algunos de ellos eran adictivos, que transformaban en espectáculo, descubrimiento, juego o poesía algo con una titulación tan aséptica, antipática y prosaica como crítica de cine.

En las páginas de las añoradas revistas Film Ideal y Nuestro Cine descubrí hasta el empacho más complacido que leer a gente como Manolo Marinero, José Luis Guarner y Ángel Fernández-Santos me procuraba tanto disfrute como las películas y los libros amados. Por supuesto, los tres estaban bendecidos por la escritura, sabían que el estilo es el hombre. La prosa de Marinero era inconfundiblemente lírica, el cine le servía para hablar de la vida con aliento poderoso. Guarner era elegante, irónico, cine dentro del cine. Ángel Fernández-Santos desprendía autoridad y conocimiento, capacidad analítica y escritura torrencial. Te regalaban el impagable placer del texto, hablaban penetrantemente, sin impostura, con personalidad de algo que amaban, diseccionaban con inteligencia, te descubrían cosas y te confirmaban otras, reflexionaban, pero ante todo narraban. Lo de estar de acuerdo con sus opiniones era accesorio, lo que te enganchaba perdurablemente era su admirable escritura, su expresividad, su ritmo, su atmósfera y su pasión.

En el curso del tiempo tuve la suerte o el destino de hacerme amigo de Manolo y de Ángel descubriendo que estos dos escritores de raza y traductores de ficciones no sólo eran admirables sino también queribles. Durante veinte años compartí puntualmente con Ángel el ritual de los festivales de cine, viéndonos el careto hasta la extenuación a lo largo de dos semanas en el gélido invierno berlinés, en la luminosa primavera de la Costa Azul, en el húmedo verano de Venecia y en el celestial otoño de San Sebastián. Hablando mucho de cine pero más de mujeres, riéndonos con causa y sin ella, soportándonos, discutiendo infantilmente de vez en cuando por nuestros amores y fobias cinéfilas o por las cuestiones más surrealistas, anhelando las reparadoras cenas después de indigestarnos con la avalancha de imágenes.

Ángel estaba de vuelta de todas las posibles vueltas pero todavía era capaz de entusiasmarse, sabía mucho de infinitas cosas, incluida la soledad, era egoísta y generoso, duro y tierno, maniático y cálido, extrovertido y secreto, racionalista y lírico, sensato y excesivo, hedonista y sufridor, astuto y vulnerable, irascible y demoledor, seductor y distante. Además, el muy sobrado, era un hombre guapo, con una voz poderosa e inconfundible que sabía modular cuando le convenía, tenía una prodigiosa memoria sentimental y cultural, dibujaba sin esfuerzo preciosas viñetas, era un conversador envolvente, escribía como dios. También sintetizaba los pesares, sueños y alegrías de su alma en poemas, pero a esa geografía tan íntima el acceso público estaba vedado. Yo guardo como oro en paño uno que me envió. Era triste, hermoso, estremecedor. Hablaba de la nieve y del crepúsculo, de heridas sin cicatrizar, de sueños rotos. Jamás tuvo interés en publicarlos, su vanidad no necesitaba exponer su alma en los escaparates. Sentía una timidez enfermiza o simple aversión a ponerse delante de una cámara o de un micrófono, a dar la prestigiosa charla en debates, conferencias y mesas redondas, a todos los rituales de pompa y circunstancias.

Era un profesional en el sentido hawskiano del término. Ello implica hacer bien lo que tienes que hacer, sin esperar bendiciones ni propinas. Nunca faltó a sus citas con el trabajo. Y ese trabajo era creativo, hacía literatura de primera clase hablando de cine, coescribió guiones memorables, imprimió autoridad estética y moral a sus opiniones, conseguía disimular la desgana o el hastío y era volcánico y memorable cuando una película lograba enamorarle, cuando se encontraba con esos milagros que te revuelven el alma, con ese arte que te pone de acuerdo con la vida.

Murió hace tres años, cuatro meses y cuatro días, sin hacer ruido, sabiendo que se iba, teniendo la delicadeza en su sufrimiento de dejarse despedir por sus amigos. Hay gente que vive legítimamente pendiente de que sus artículos aparezcan impresos en el respetable formato de los libros. Él pasaba mucho en vida de esa ambición literaria, de esa oficializada gloria. Afortunadamente para tanta gente que devoraba su palabra escrita, una editorial con buen gusto ha reeditado su inencontrable, profundo y hermoso libro Más allá del Oeste, homenaje, evocación, análisis y buceo en el western, el género que más amaba, con el que más se identificaba, el que mejor podía explicarle a sí mismo su relación con las personas y las cosas, una compleja forma de ser y de sentir. Él lo explica así: "La idea de que en un universo consumado y cerrado sobre sí mismo todavía es posible cruzar la línea que los puntos sin retorno dibujan en los secretos mapas de los sueños. El simple vadeo de un río cuya orilla sigue inexplorada o la cabalgada libre sobre una planicie ilimitada son configuraciones imaginarias en las que una remota frontera histórica se convierte en una cercana frontera mental. Eso es un western". También ha aparecido una meritoria antología de sus críticas bajo el negociable título de La mirada encendida. Su hija Elsa me contó el día de su entierro que el diálogo de western que más amaba Ángel era éste de Los que no perdonan. Lillian Gish dice: "He visto muchas veces a hombres como ése. Padecen el peor de los males, la fiebre de la pradera". Audrey Hepburn le pregunta: "¿Qué la produce?". Lillian Gish responde: "¡La soledad! Hay muchos cazadores solitarios vagando por las llanuras. Todos ellos están locos. Buscan bisontes donde ya no quedan bisontes". -

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