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Columna
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¿Qué hago yo por salvar el mundo?

Vicente Molina Foix

Ahora miro los techos y las bombillas de casa de otra manera, y se me puede ver merodeando en la basura con más frecuencia. No me consideraba una persona puramente ecológica, sin ser tampoco de los peores contaminantes, pero por mi conciencia ha pasado una tormenta desde que leí hace unos días en El País Semanal el reportaje de Rafael Ruiz y Clemente Álvarez '50 ideas sencillas para salvar el planeta'. En estos casos, lo propio es, y me imagino que así lo idearon sus autores, examinarse uno a sí mismo y ver qué puntuación sacas en la liga del respeto a tu entorno.

Es lo que yo he hecho, partiendo de ese sencillo pero contundente trabajo periodístico al que posiblemente tengamos a partir de ahora que referirnos como el test Ruiz-Álvarez de la ecología, del mismo modo que hablamos, en el campo de la sexualidad, del Masters & Johnson, o en el de la neurociencia del Ramón & Cajal.

Tengo problemas con los desechos, porque me hago un lío con el color de las bolsas

Pensaba yo, después de una primera lectura del Ruiz & Álvarez, que podía aspirar a nota en el test por no tener coche ni moto o artefacto semejante; ellos hablan en su punto 11 de que hay que conducir menos, y nadie puede conducir menos que yo, que no he conducido nunca. De ahí que tampoco me afecte el ecocoche recomendado. Pero claro, por mucho que yo utilice a diario el metro de Madrid y los búhos en mis desplazamientos, por mucho que prefiera ir caminando a los pequeños comercios de la calle del General Díaz Porlier que en taxi a las grandes superficies donde hay más parking que shopping, por bien cerrados que estén mis grifos y controlados los ruidos que emite mi voz y mi tocadiscos, uno no acaba nunca de pasar airosamente todas las pruebas del algodón Ruiz & Álvarez.

Me cuesta, por ejemplo, aunque Al Gore lo ponga en el top de sus prioridades en la película Una verdad incómoda, hacer la revolución eléctrica: algunas bombillas de bajo consumo tienen una forma rara y un encendido indeciso. Lo que sí hago ahora es apagar todo lo que no uso, al contrario que algunos que dejan (por lo visto) su casa encendida día y noche los 365 días del año, como Franco tuvo -se dice- incandescente la lucecita del Pardo casi 40 años. También tengo problemas con los desechos, básicamente porque me hago un lío con el color de las bolsas para cada monda de pepino o cada lata de sardinas. Me voy a esforzar.

Repasando mi domicilio, observo complacido que cumplo en general el requisito de utilizar muebles duraderos; bastantes me han acompañado de una mudanza a otra, incluso de un país insular al corazón de nuestra meseta, y para duradera la cama en la que duermo, comprada por mis padres en 1936 a un mueblista valenciano de gustos art déco; después de haber ellos concebido a sus hijos y dormido juntos hasta el final de sus días, yo la heredé, con su armario de tres cuerpos, su banqueta y hasta su coqueta, en la que apenas me miro ya. La cama es aparatosa, y algo crujiente, pero en ella se sueña muy bien, y al menos una vez por semana, los dos, papá y mamá, me llevan de excursión mientras duermo o se mueren en un hospital que nada tiene que ver con el de la realidad, y me despierto.

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Los apartados más problemáticos del test son para mí los del papel y el calor. Vivo en una casa empapelada, y soy friolero. A ver cómo se come esto. Los libros, las revistas, los periódicos impresos, sin los que no podría vivir, destruyen bosques, dicen, y seguro que tienen razón. Digo en descargo que, aun siendo productor de libros yo mismo, al no vender millones de ejemplares de mis novelas contamino menos, a la vez que gasto menos en todo. Un consuelo. El 70% de mi extensa biblioteca es premoderna, o sea, anterior al tiempo de la conciencia conservacionista, por lo que puede decirse que los árboles cortados para editarlos ya se han podido reproducir. También hago trueque de libros, bookcrossing, una práctica que se va extendiendo en Madrid y tiene un punto central, súper ecoverde, junto al monumento a Galdós en la Rosaleda del Retiro.

La calefacción. Tengo dobles ventanas y gas natural, que se supone el más limpio. Al mismo tiempo, no puedo remediarlo: mi naturaleza es africana. Detesto la lluvia, tan buena para nosotros, y noto mucho el frío, sobre todo en los interiores. Así que lo reconozco: estando casi todo el día en casa, y a pesar de llevar camisas de felpa y hasta peúcos mientras escribo, dependo mucho de la amabilidad de los radiadores. Espero llegar al aprobado alto.

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