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Columna
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Noviembre

Manuel Vicent

En algunos pueblos marineros existe la costumbre de arrojar flores en alta mar el día de difuntos en homenaje a todos sus náufragos. El mar tiene memoria y puede que ese día recuerde el nombre de todas las almas que se ha tragado. Me gustan los cementerios marinos porque en ellos el aire azul cargado de sal parece penetrar como un don hasta el fondo de las tumbas más cerradas. En el cementerio de la isla de Strómbroli los muertos oyen los cañonazos que emite el volcán cuando vomita fuego con una cadencia medida desde el fondo de los siglos; sienten también el oleaje del mar que eleva montes de espuma hacia sus despojos; perciben igualmente el silencio de los halcones que para cazar atraviesan el espacio, cerrados como una navaja, hasta sumergirse en el agua donde atrapan el pez que han avistado y luego se elevan llevándolo entre las garras para devorarlo sobre una tumba arruinada. En las salvajes islas de Aran, al oeste de Irlanda, contra las losas mortuorias corroídas por el salitre y coronadas con la cruz gaélica, el ventarrón lleno de lluvia dobla sobre los muertos las briznas de anís de forma peremne. En el cementerio de Rabat todas las creencias acaban por diluirse en el mar convertidas en una sola fe, porque las olas azules son todos los dioses al mismo tiempo, que cambian continuamente de forma y sólo exigen ser navegados. El día de difuntos la gente lleva flores a sus muertos. En algunas culturas se establece el rito de ir con comida al cementerio y abrir las cazuelas sobre las lápidas para compartir con los deudos guisos de carne, buñuelos y huesos de santo. Aparte del poema de Paul Valèry, si tuviera que elegir un cementerio marino entre todos los que conozco escogería el mar en sí mismo, que es el que más horizontes abarca. Ayer, día de difuntos, fui a la orilla del mar y lo contemplé como un inmenso ser vivo que alberga las cenizas y la memoria de seres que he amado. Recordé sus nombres. Estos muertos se han convertido en oscuros e invisibles navegantes cuyo espíritu flota sobre las aguas. En la playa había mucha gente desnuda tomando el sol de noviembre y desde el chiringuito llegaba hasta el alma de los muertos un olor de calamares.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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