Elogio de la lectura
Del mismo modo que Orson Welles tuvo su Ciudadano Kane, yo, mucho más modestamente, tengo mi ciudadano Leane. Pero no crean ustedes: el ciudadano Leane existe. Es traductor y asesor editorial en lengua inglesa, gana poco y lee mucho. Vive en Sitges, muy cerca del mar, lo que le ha convertido en experto en susurro de olas y en lenguaje de gaviotas.
Viviendo en Sitges y trabajando en Barcelona, el ciudadano Leane depende, claro, del tren. O dependía, porque ahora el país ha progresado tanto que el tren ya no existe. Por tanto, el técnico en libros se ha tenido que convertir en técnico en embotellamientos: cada mañana toma su cochecito y se pierde en las costas de Garraf, en las que no gana para tardanzas, o los túneles, en los que no gana para peajes. Con ello ha añadido algo más a su sabiduría: ahora también es experto en pobrezas y retrasos. Necesidad obliga: el ciudadano Leane, hombre solitario, se ha juntado con otros tres trabajadores y hacen todos el viaje en un solo coche, con lo cual ahorran dinero, ya que no tiempo. Puesto que Leane casi nunca conduce, se lleva libros para el viaje, de modo que aprende cada día un poco, aunque mareándose. Pronto pasará a ser también experto en eso.
¿Y qué lee el ciudadano Leane? Pues cada día se asombra más ante el avance de la inteligencia humana: lee que, hace casi 200 años, unos diligentes señores en levita inauguraron el ferrocarril Union Pacific, atravesando desiertos, montañas y ríos caudalosos. Y encima soportando el ataque de los indios, cuando aquí los catalanes no atacamos nada. Lee cosas sobre túneles, como por ejemplo que en Nueva York ya son cosa de abuelos las autopistas bajo el Hudson. Que hoy día existe un tren bajo el canal de la Mancha. Que el metro de Barcelona se inauguró en 1924 sin ningún problema, y que el de Londres es tan antiguo que en él viajaba Jack el Destripador.
A veces no es bueno leer, pero el ciudadano Leane sigue haciéndolo: y así se entera de que existen unas escuelas de ingenieros muy especializadas, en las cuales supone que entraron un día (y hasta tal vez aprobaron) los doctores que tienden la línea del AVE, que por cierto debía llegar a Barcelona en 2004, pero eso Leane no lo ha leído aún. En las escuelas de ingenieros, supone, debieron de enseñar a los doctores que para tender una vía hay que hacer antes un estudio geológico del terreno y abrir frecuentes catas, pero se ve que esa es cuestión de albañiles, y a los doctores no se lo enseñan. Lee que ha venido un presidente del Gobierno a declarar que él es el culpable y a redimirse con el sacramento de la confesión. Lee, en fin, que hay una ministra de Fomento tan valiente que no dimitirá jamás, porque eso es de cobardes. El ciudadano Leane recuerda haber leído mucho tiempo atrás un sabio refrán, diciendo que el que no sabe debe tener al menos la modestia de dejar trabajar al que sabe.
Pero no crean que el impenitente Leane acaba aquí: por el contrario, también ha leído que Cataluña es un país decidido y rebelde, poco amigo de que se rían de él. Por tanto, sus autoridades deberían plantarse o hacer algo -piensa- ante tanta carcajada colectiva. Leane no quiere leer nada sobre decisiones catalanas que, por civilizadas, honran su historia. Por ejemplo, hubo un alcalde de Barcelona, el doctor Robert, que se plantó ante Madrid al entender que estaban expoliando a sus vecinos. Hubo todo un gobierno que, ante la ley militar de Jurisdicciones, se puso en pie y creó Solidaridad Catalana. Hubo un político, el señor Cambó, que entregó al propio Rey un Memorial de Greuges, y en fin, Barcelona fue la única ciudad española que, en la huelga de tranvías de 1951, se alzó contra Franco. El ciudadano Leane sigue leyendo y se entera de que en democracia la protesta civilizada es lícita, pero más lícito debe de ser el silencio, porque aquí, en el Gobierno, no protestan ni los conserjes.
El ciudadano Leane va a dejar de leer.
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