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Reportaje:DAGUERROTIPOS

El oro de la memoria

Manuel Vicent

En Palermo existen todavía barrios enteros que conservan intactos los destrozos de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Con el paso del tiempo, esa destrucción, acrecentada por el abandono administrativo, ha creado en parte la estética de la ciudad. Un caballero con sombrero borsalino y abrigo oscuro abotonado hasta el cuello caminaba por la acera entre estas modernas ruinas apoyado en su bastón de nudos y empuñadura de plata, desde su casona destartalada de vía Butera hasta la Pasticceria del Massimo, en vía Rugero Settimo, donde desayunaba un café manchado y leía el periódico todas las mañanas. Los camareros sabían que este caballero corpulento, cetrino, un tanto esquivo y desgalichado, era príncipe. Se llamaba Giuseppe Tomasi di Lampedusa.

Escribía sólo para complacer a los propios fantasmas de su memoria acerca de un mundo fenecido que ya no interesaba a nadie Era el relato profundo del paso del tiempo que se adhiere mediante insondables veladuras al alma humana y la pudre y la renueva

En su camino por el centro de Palermo este príncipe solía pasar por delante del antiguo palacio de su familia, que fue destruido por una bomba en 1943 durante el desembarco de las tropas norteamericanas en Sicilia. Desde entonces permanecía deshabitado. En verano las golondrinas entraban y salían por sus ventanas rotas y en invierno los murciélagos hibernados pendían en racimos de los techos desventrados con frescos llenos de divinidades. En ese palacio, en mitad del siglo XIX, había vivido su bisabuelo, Giulio IV di Lampedusa, un aristócrata astrónomo, y en sus salones hubo grandes bailes y saraos.

Un día de 1954 el polvo dorado de la memoria se apoderó de este paseante devastado de 60 años y en el café Mazzara, antes de que llegaran los amigos con quienes compartía una tertulia a la hora del aperitivo, pidió un negroni con aceitunas verdes, abrió un cuaderno y se puso a escribir una historia, que inició con estas palabras: Nunc et in hora mortis nostrae. Amén. Había terminado ya el rezo del santo rosario. Quien durante media hora había recordado los misterios gloriosos y dolorosos era el príncipe de Salina, un trasunto de la figura de su bisabuelo.

En el café Mazzara este escritor furtivo, sin obra apenas salvo algunos cuentos y un estudio sobre Stendhal, puso el título sobre la tapa del cuaderno, El Gatopardo, y lo guardó en el bolsillo del gabán cuando vio entrar en el establecimiento a su primo, el poeta Lucio Piccolo de Capo d'Orlando, uno de los contertulios. Era el principio de una historia que este aristócrata siciliano iría escribiendo secretamente, durante dos años, en sucesivos bares y hoteles, en el café Caflish, en la terraza de Villa Igiea, en la tartaleta de mármol del restaurante Charlestón, en la Pasticceria de Massimo, a horas muertas, como una oruga que va creando un capullo de oro.

Giuseppe Tomasi di Lampedusa había nacido en Palermo el 23 de diciembre de 1896, hijo único del príncipe Giulio María Fabrizio y de Beatrice Mastrogiovani Tasca Filangieri. Hasta ese momento este caballero no había hecho otra cosa que leer detrás de una cortina, en la vastísima biblioteca familiar, bajo el polvillo cernido en el aire por la luz del vitral y el perfume que exhalaban los muebles antiguos. Pese a que fue alistado en la Gran Guerra del 14 y huyó del frente campo a través por toda Italia hasta volver a casa, su única hazaña verdadera desde niño fue la soledad compartida con la lectura de todas las novelas del siglo XIX, inglesas, francesas y rusas. En uno de sus viajes a Londres conoció a la mujer con la que se casaría en 1932, Alexandra Wolf-Stomersee, aristócrata letona y psicoanalista. Durante la ascensión del fascismo en Italia se dejó tentar por su estética, sólo por el lado en que este movimiento se enfrentaba a la burguesía, esa clase social que había arruinado los sueños de la aristocracia en tiempos pasados.

Mientras la literatura italiana estaba poseída por el neorrealismo, este caballero siciliano escribía sólo para complacer a los propios fantasmas de su memoria acerca de un mundo fenecido que ya no interesaba a nadie, de forma que el cuaderno se iba llenando de palacios y jardines, de amores, adulterios, bayonetas y descargas de fusilería real, descritos con adjetivos preciosistas, llenos de la carnalidad del sur, pegados a los sentimientos como los líquenes húmedos se adherían al mármol de las estatuas que adornaban la escalinata de su palacio, una literatura labrada por Stendhal. Era la historia sobre la unificación de Italia, el desembarco de Garibaldi en Sicilia, la pasión del sobrino Tancredi por Angélica, la decadencia de la aristocracia, el príncipe Fabrizio de Salina exponente envejecido de aquella caballería rusticana y la ascensión de la burguesía en la figura de don Calógero, la faz eclesiástica del padre Pirrone basculando entre los dos bandos, un mundo que se pudría como el cadáver de aquel soldado del Quinto Batallón de Cazadores cubierto de hormigas entre el untuoso perfume de las rosas bajo un limonero.

El argumento de El Gatopardo ha penetrado en la imaginación popular a través de la película de Visconti, un pastelón decadente, que ya no resiste el tiempo, pero el verdadero protagonista de esta historia es el propio Lampedusa, quien con un solo libro ha pasado a la posteridad sin haber logrado participar del éxito, una aventura literaria y personal que no está exenta de melancólica belleza.

El manuscrito de El Gatopardo fue humillado en las mesas de los editores de Mondadori y Einaudi, un baldón que ya nunca podrán ahorrarse quienes lo rechazaron. Mientras los responsables de estas editoriales se negaron a publicarlo, Lampedusa moría en Roma, el 23 de julio de 1957, de cáncer de pulmón. Ni el escritor Vitorini, nacido en Siracusa, ni Leonardo Sciascia también siciliano, formados en el marxismo y constituidos ambos en los guardianes del peaje de la cultura reinante entonces en Italia, comprendieron de qué iba esta historia. Creyeron ver en ella un remedo estetizante del pasado aristocrático del propio autor cuando en realidad era el relato profundo del paso del tiempo que se adhiere mediante insondables veladuras al alma humana y la pudre y la renueva continuamente siendo siempre la misma.

De este sentido se dio cuenta el escritor Giorgio Bassani, el autor de El jardín de los Finzi-Contini, quien hizo publicar a sus expensas en la editorial Feltrinelli el manuscrito de Lampedusa, en 1958, y a partir de ese momento El Gatopardo, ese felino rampante que decoraba el escudo, el sello y la vajilla del príncipe Salina, se abatió sobre los escaparates de todas las librerías.

Escribir una sola novela, irse al otro mundo sin conseguir publicarla, ahorrarse la neurosis de las ventas y pasar a la posteridad juntos el libro y tu alma, en eso consiste la verdadera gloria sin aditamentos impuros. Durante un viaje a Palermo quise seguir el rastro de Lampedusa. Villa Salina era una ruina llena de hierbajos detrás de una tapia color almagra en el barrio de Mondello. El palacio, los cafés donde escribía, los lugares que visitaba habían desaparecido. También de eso se ha salvado Lampedusa. En Palermo sólo es oro su memoria. -

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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