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Columna
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La memoria

La Guerra Civil estaba muy cerca de la ciudad en la que yo nací. Si ahora pienso en mi propio pasado, algunos acontecimientos como la muerte de Franco, las primeras elecciones democráticas o el referéndum sobre la OTAN parece que están ahí, a la vuelta del recuerdo. Sin embargo el tiempo pasado entre esas fechas históricas y el día de hoy es mayor que el que había transcurrido entre la victoria de los militares golpistas de 1936 y mi nacimiento. Me extraña, porque en la Granada de los años 50 y 60, un niño de la clase media acomodada sentía la Guerra como un pasado remotísimo, propio de la leyenda de los abuelos y del estado natural del mundo. No es que faltasen signos de exaltación patriótica. El profesor de Formación del Espíritu Nacional, con su mejor sonrisa de animador cívico, reclamaba a los alumnos de los Padres Escolapios aportaciones generosas para construir un monumento a José Antonio Primo de Rivera en el centro de la ciudad. Pero resultaba normal, lógico, como si siempre hubiese sido así, como si nunca hubiese existido la historia, como si el orden de España fuera estable y eterno, igual que las verdades defendidas por los obispos y los periódicos, puntos de referencia más fiables que la física y la química. Años de minuciosa aniquilación habían borrado la historia. De vez en cuando llegaba el eco de un poeta muerto, de un familiar desaparecido, de alguna escena sorprendente. Uno de los pintores que componían las grandes carteleras del cine Regio murió de un disparo accidental en la persecución de los últimos maquis granadinos. Las escenas de romanos, indios y vaqueros se pintaban entonces con una maestría infantil en la puerta de los cines, y por aquel mundo de hermosas mentiras corrió la fea historia de verdad, y un artista cayó de su escalera, herido por una bala perdida. Se mezcló la sangre real con la pintura derramada, luego vino la calma, el olvido, las mañanas de Iglesia en el Sagrario.

Los jóvenes y los viejos, las víctimas, los verdugos y los inocentes, malvivieron dentro de la gran mentira de un mundo monolítico y hueco. La historia se había borrado, se había perdido entre la hojarasca de las proclamas imperiales y los sermones. La piel de los misales brillaba más que el papel burocrático de las sentencias de muerte. La nueva ley de la Memoria Histórica tiene que ver, desde luego, con la memoria personal de las víctimas que se merecen una reparación. Pero, sobre todo, tiene que ver con la Historia, con la recuperación de la Historia, con la afirmación de lo que dicen los documentos y las cifras. Los historiadores más rigurosos de este país llevan años estudiando las causas del golpe de Estado, el comportamiento de los bandos, el papel de la iglesia y los datos de la represión. Esta ley se ha puesto de parte de los historiadores, arrebatándole el monopolio oficial de nuestro pasado a los calumniadores, los publicistas y los falsificadores. Bienvenida sea la ley, pero llega tarde, porque España ya no existe como realidad económica, y Europa tiene hoy otras heridas. ¿Qué vamos a hacer con el Valle de los Caídos? ¿Qué vamos a hacer con las fosas comunes de Víznar y Alfacar? Yo tengo una humilde propuesta, una debilidad de persona que no se conforma con mirar al pasado y le busca las vueltas a sus propias alegrías. Propongo que se entierren en el Valle de los Caídos y en las fosas comunes republicanas los cadáveres de los cientos de inmigrantes que naufragan en nuestras costas. Las mordeduras de los peces sustituyen ahora a las balas de los militares golpistas. Pero la barbarie es la misma, una tragedia motivada por la irresponsabilidad cruel de la explotación y el silencio. Conviene que la energía emocional puesta en la dignificación del pasado se corresponda con una inquietud sincera ante las víctimas del presente. No seamos nacionalistas hasta en la muerte.

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