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LA CRÓNICA
Columna
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Memoria olímpica

Hay desánimo. A la ciudad se le apagan las luces y se le hunden los tendidos ferroviarios. La urbe que fue faro de la modernidad en 1992 da síntomas preocupantes de agotamiento, y el que fue su principal artífice anuncia síntomas del mal de Eisenhower, como él llama a la desmemoria. Y eso coincide con la aprobación de la bendita la Ley de la Memoria Histórica, como si la memoria histórica pudiera imponerse por la vía jurídica. Buf, que negro está todo. Para sobreponerme me voy a la montaña de los museos y visito el que tiene la memoria más optimista de todos: el Museo Olímpico y del Deporte, junto al estadio de Montjuïc. Tiene razón Pasqual Maragall cuando sostiene que es un enfermo privilegiado, pues tiene a su disposición multitud de estímulos para avivar la memoria. En realidad, todos enfermamos con los años: la desmemoria no es sólo un problema de neuronas, sino también de actitud, de mayor o menor pereza ante todo. De manera que en según qué momentos no va nada mal adentrarse en ese mundo de colores simples y generosos ideales regido por el eslogan citius, altius, fortius, que por una vez, y sin que sirva de precedente, nos hizo sentir más veloces, más altos y más fuertes que el resto de la humanidad.

Y ahí está, intacta, esa memoria del deporte. A la entrada (ocho euros) me topo con la siguiente frase, muy impactante: "La base de la actividad motriz está impresa en nuestro código genético". No es, aunque pueda parecerlo, una frase pronunciada por la ministra Álvarez, sino sacada del texto introductorio a este viaje milenario por el deporte, desde las cuevas de Altamira hasta el Mercedes-McLaren de fórmula 1, pasando por Filípides y Jesse Owen. Hay un optimismo creciente en la narración de la historia del deporte, pecedente de la progresión del homo faber al homo ludens, que juega organizadamente sometiéndose a reglas de civilización cada vez más elaboradas y estéticas: así la justa se convierte en esgrima, es el paso del mamporro al ballet.

Prosiguiendo el recorrido se me aparece otra frase, escrita de puño y letra por el barón de Coubertin durante su visita a la ciudad en 1926: "Antes de venir a Barcelona yo creía saber qué era una ciudad deportiva". La rosa de foc, la gran encisera y la ciudad deportiva, en calzón corto y alpargatas. Si viniera ahora, el barón no entendería nada: tanto optimismo y energía como había sido capaz de atesorar esta ciudad, que había querido ser sede olímpica ya en 1924 y que no lo conseguiría hasta 70 años más tarde, y mira cómo anda ahora, floja de remos, con el grueso de la población dedicada al insano deporte del trasbordo del tren al autobús y viceversa.

En la planta baja del museo hay una especie de cripta con una corona de laurel dorada, dedicada al marqués de Samaranch por la familia Angelopoulos, y más allá una sala del kitsch con regalos de todo el mundo recibidos por el que fuera presidente del Comité Olímpico Internacional entre 1980 y 2001, entre ellos una torre Eiffel (se lo juro), así como algún cuadro de su colección de arte (Lola Anglada, Montserrat Gudiol). Y de nuevo tomo nota de otra frase suelta por este museo: "Que no s'apagui la flama que brilla en tots vosaltres". La dice Samaranch en el vídeo, con el gesto grave del testador. Bueno, la verdad es que si no se ha apagado todavía, un poco baja de tiro sí está la flama. Nada que ver con la explosión del pebetero, repetida por la pantalla, de aquel 25 de julio, cuando Antonio Rebollo lanzó la saeta que encendió las emociones de toda la ciudad, mientras José Carreras canta Amigos para siempre. Hay que luchar contra la desmemoria y quizá también contra la memoria impuesta por ley, por muy bienintencionada que sea. Todo esto, claro, si antes no perecemos en un socavón de Bellvitge, tras haber salido seriamente enfermos del que hubo en el Carmel en 2005.

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