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Columna
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Los 400.000

Un millón de coches compiten por entrar en Madrid todos los días, rally demencial, desquiciada carrera de obstáculos abocada a estrellarse irremediablemente con ese principio de la Física que afirma que dos cuerpos no pueden ocupar, al mismo tiempo, el mismo espacio, por mucho que se empeñen. Un millón de zombies repiten, sin tregua ni esperanza, los mismos movimientos, un millón de ciudadanos que se niegan a reconocer que el automóvil, otrora gran invento, motor de comunicación y de progreso, índice de bienestar y medidor de estatus, haya degenerado hasta convertirse en claustrofóbico habitáculo, jaula climatizada y encadenada sobre una cinta transportadora de asfalto, mazmorra sobre ruedas engranadas, segmentos del gran gusano metalizado que busca su hueco en el corazón de la ciudad, colapsa sus arterias y prolonga el calvario de los automovilistas irredentos, forzados y forzosos rehenes de sus aerodinámicos vehículos, diseñados para recorrer grandes distancias a grandes velocidades y condenados a renquear lastimosamente al espasmódico paso de las caravanas.

La solución al atasco es que 400.000 conductores usen el transporte público
Los primeros en dejar el coche obtendrían un 'cedé' de los Héroes, por ejemplo

En este paisaje real, los sofisticados anuncios televisivos de automóviles, cada día más seguros y más veloces, propiciadores de idílicas escapadas y colonizadores de nuevos espacios de libertad y aventura, son pura pornografía, lúbricos espejismos en un desierto superpoblado de tráfico caótico y nulas perspectivas de mejora.

Los bypass circulatorios, los nuevos carriles y las ampliaciones en curso, no servirán de mucho, "porque quienes prescinden del coche ahora para evitar retenciones se lanzarían a la carretera" según la acreditada y desesperanzada opinión, expuesta hace unos días en estas páginas, por el responsable del Centro de Control y Gestión de la Dirección General de Tráfico. La solución, según la misma fuente, pasaría por conseguir que 400.000 conductores se pasaran al transporte público y renunciaran a su inalienable derecho a embotellarse y desesperarse todos los días a la ida y a la vuelta de sus quehaceres respectivos.

Esta libertad de atascarse de forma consuetudinaria y contumaz debe estar recogida por la Constitución y desde luego está avalada y financiada por las instituciones, locales, autonómicas y nacionales que siguen derramando asfalto para encauzar más vehículos que no tardarán en reclamar más de lo mismo, carretera y manta asfáltica hasta el parking o el parquímetro. Hasta el primo científico de Rajoy reconocería que así no vamos a ninguna parte y cada vez tardamos más en llegar y nos cuesta más caro. Los 400.000 conductores sobrantes son siempre los otros, porque cada cual tiene su coartada y afronta su penitencia.

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El problema requiere soluciones imaginativas y audaces, por ejemplo subvencionar con bonos de transporte y un cedé de Los Héroes del Silencio a los 400.000 primeros ciudadanos que renuncien a desplazarse con sus vehículos privados en horas punta, indemnizar generosamente a los usuarios de transportes públicos por retrasos o cancelaciones, efectuar sorteos, programar espectáculos, proyectar deuvedés, repartir zumos, refrescos y frutos secos en los trayectos largos. O, sencillamente, aunque esto parezca lo más difícil, garantizar la prestación de unos servicios públicos fiables, eficaces y accesibles y crear aparcamientos disuasorios en las afueras con enlaces gratuitos.

Eso por las buenas, por las malas que suelen ser más rentables para las arcas recaudatorias: subir el precio de los carburantes al margen de las cotizaciones del mercado del petróleo, multiplicar el número y la tarifa de los parquímetros, sembrar más bolardos, poner más multas y más gordas y montar controles de velocidad, alcoholemia, drogas y colesterol en todos los accesos a la urbe en días laborables y horas escogidas.

Esta tercera vía parece ser la elegida por los responsables del asunto, aunque aún existe otra más barata, radical y definitiva, patentada hace décadas por un taxista madrileño y recogida por el escritor Félix Grande que la oyó de su boca en el corazón de un atasco: suprimir todos los semáforos, quitar todas las señales de tráfico y retirar a todos los guardias de las calles. Los primeros días crecerían el caos y la mortandad, pero al cabo de unas semanas los supervivientes circularían la mar de bien.

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