Gastos de personal
El otoño es la estación de los presupuestos públicos. Desde finales de septiembre hasta bien entrado diciembre las previsiones de ingresos y gastos de las distintas administraciones van cayendo como hojas de un gran bosque caducifolio.
Los presupuestos son la expresión más clara de la acción pública, el acto en el que las intenciones de los que nos administran se manifiestan en toda su crudeza como realidades. "Lo que no está en los presupuestos no existe", decimos para expresar esa idea con la solemnidad de un proverbio. Sin embargo, en medio de la precisión que emana de esos estados cifrados hay algo que se disimula como un tabú: los gastos de personal.
Ese disimulo no nace de una presentación engañosa de cada presupuesto aisladamente considerado, sino de la relación que entre sí tienen los de las distintas administraciones y de las sutilezas de las normas presupuestarias.
La ortodoxia considera los gastos de personal algo tan peligroso como un virus
Dotar con más personal un servicio público es un acto casi tan trascendente como lo era el matrimonio para nuestros abuelos: no sólo te compromete para mañana, sino para toda la vida. Más que una decisión presupuestaria, es un sacramento (a veces, el de la penitencia). Quizá por eso la ortodoxia considera los gastos de personal algo tan peligroso como un virus: puedes sobrellevarlo mientras eres fuerte y joven, pero te puede destrozar en cuanto algún contratiempo -quizá sólo la madurez- te debilite. Por eso, aumentar funcionarios está mal visto, y las restricciones que cada administración establece para fijar sus gastos de personal (que se incluyen en el primer capítulo de los presupuestos) son, en principio, draconianas.
Sin embargo, la mayor parte de las actividades que el sector público fomenta necesitan personal para hacerse realidad. Y ese personal no sólo son funcionarios, sino también médicos, científicos, técnicos, limpiadores...
Para solventar eso, las administraciones obtienen ciertas prestaciones personales a través de la contratación de empresas o profesionales, que ya no se consideran gastos de personal, sino "compra de bienes corrientes y servicios" y se imputan, en consecuencia, a otro capítulo del presupuesto. La racionalidad gestora y económica de esta alternativa la ha generalizado para gastos que van desde la limpieza de instalaciones hasta la consultoría de alto nivel, aunque, en aras a la claridad, convendría que su magnitud se formulase en el presupuesto no sólo en términos de gasto, sino también de empleo.
La otra gran fórmula para compatibilizar finalidades públicas y contención de gastos de personal es trasladar la necesidad de empleo a otras instituciones. Esto sucede, sobre todo, con actividades nuevas, que se canalizan a través de administraciones y entidades muy próximas al usuario: organizaciones no gubernamentales, ayuntamientos y universidades. La administración de origen imputa sus recursos como gastos corrientes, transferencias o inversiones, según los casos, y la de destino se organiza para poder contratar personal sin que se consolide en su plantilla porque nada le garantiza la continuidad de la financiación requerida por un matrimonio del calibre del contrato laboral fijo.
Para ilustrar esto podríamos escoger actividades asistenciales, pero fijémonos en un sector que decimos estratégico para el desarrollo del país (la I+D) en una institución concreta, la Universidad de Santiago de Compostela (USC).
En el año 2006 la plantilla de personal (docente e investigador y de administración y servicios) de la Universidad se componía de 3.314 personas cuyos gastos figuraban incluidos en el capítulo I del presupuesto. Sin embargo, con recursos reflejados en otros capítulos, la USC mantuvo, además, a 436 becarios de I+D y tuvo que contratar a otras 1.134 personas para realizar actividades de investigación, financiadas en gran medida por administraciones públicas: 1.570 personas en total. Dicho de otra forma, la USC no pudo incluir en los gastos de personal de su presupuesto de 2006 a casi un tercio de los trabajadores que contrató.
De esto podemos extraer al menos dos moralejas: 1) En el presupuesto está todo lo que es pero no es todo lo que está y 2) necesitamos más empleo público del que confesamos.
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