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Columna
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La cara y la firma

A la hora de escribir estas líneas no me he visto la cara en el periódico, de modo que hoy, por primera vez en mucho tiempo, acudiré a mi artículo con juvenil expectación, por aquello de ver, más que cómo ha quedado el texto, cómo he quedado yo. La mutación que hace unos días ha emprendido EL PAÍS comporta un cambio fundamental en la puesta en escena: ahora todo el mundo enseña el careto. Pero aseguro que esto no es fruto de ninguna reivindicación colectiva, ni de la desmedida egolatría de los firmantes. Muy al contrario, me temo que a muchos, como a mí, sólo nos da vergüenza.

No deja de ser una forma de exhibicionismo dar opiniones desde el púlpito de un periódico. Pero el púlpito periodístico adquiere proporciones basilicales, catedralicias, cuando viene acompañado de una foto. La foto de un articulista de prensa es el baldaquino de oro desde el que uno empieza a perorar. Claro que la eclesiástica no sería la única comparación pertinente. Podríamos acudir también a la prostibularia: porque la foto del articulista, desde otra perspectiva, es también una indecencia, es un desnudo, un quedarse en cueros ante el lector.

Los seres humanos habitamos un barrizal infestado de otros seres

El articulista es, ante todo, una firma. Es la firma la que le proporciona verdadera identidad. Un articulista es una firma, y no una cara llena de granos, o llena de kilos, o llena de años, o de todas esas cosas a la vez. La firma es un estado abstracto, un modo de sentarse a orillas del pensamiento. La firma se acomoda al espacio literario, a la concatenación de frases y de párrafos, al discurrir de la sintaxis, a las hileras de sustantivos, de adjetivos elegidos con mejor o peor fortuna, de adverbios más o menos eficaces a la hora de matizar un argumento. La firma se acomoda a todas esas maniobras porque es fiel a la lengua. La firma, en fin, comparte con el artículo el mismo país de las palabras. En cambio, lo de la cara, semblante o jeta del canalla resulta muy distinto.

La cara del autor insufla un aire magistral a todo artículo y puede convertirlo en algo enojoso y resabiado. La cara es, en el artículo, el trasunto de un birrete doctoral. No hay firma que merezca acompañarse de una cara, una cara que, por cierto, nadie sabía de quién era ni importaba demasiado. La firma remite a una identidad amparada en el misterio, pero la foto del escribiente es como revelar un truco de magia: una operación desmitificadora, una pedantería de la razón, una vulgaridad materialista.

Dado que no contaba con retrato en condiciones, subí hasta redacción para que me hicieran una foto. Y puse, en efecto, mi mejor cara, aunque temo que mi mejor cara coincide con la peor: es decir, con la única posible. Como mantengo desde la adolescencia una radical enemistad con la fotografía, no tengo la más mínima esperanza de asomar con la dignidad de un retrato de encargo, sino con la eficacia informativa de una ficha policial.

Quiero pedir disculpas por verter opiniones bajo palio, bajo ese palio fotográfico que configura mi semblante. Puede que sea injusto con distinguidos colegas, pero siempre he apreciado cierta petulancia en aquellos que escriben apoyados en ese refuerzo facial. A partir de ahora tendré que comerme mis palabras. Y si antes un lector podía disentir de lo que escribo haciendo chasquear la lengua y mirando hacia otra parte, ahora ese mismo lector, cuando esté en desacuerdo, alzará la vista hasta el retrato y se preguntará de dónde ha sacado este tipo su última y estúpida ocurrencia. Porque esa es otra diferencia entre la cara y la firma: la firma impone un respeto conceptual; la cara, en cambio, es la de un ser humano. Y los seres humanos habitamos un barrizal infestado de otros seres humanos, animales y cosas. Quién fuera sólo una firma (como antes) y viviera amparado en las letras.

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