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Crónica:
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un cambio sin marcha atrás

La victoria electoral socialista del 28-O, de la que mañana se cumplen cinco lustros, cerró la transición a la democracia y abrió la puerta a 14 años de Gobierno de Felipe González que transformaron España

Si bien las vacilaciones para fijar en el calendario la conmemoración del arranque de la transición española suelen limitarse a dos acontecimientos (la muerte de Franco, el 20 de noviembre de 1975, y el nombramiento por el Rey de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, el 4 de julio de 1976), varios son los candidatos a figurar como símbolo de su clausura: las primeras elecciones democráticas , el referéndum de la Constitución

[6 de diciembre de 1978], el fracaso del golpe militar del capitán general Milans del Bosch

[23 de febrero de 1981] y hasta las fechas entrelazadas de la firma del ingreso de España en la Comunidad Europea y del referéndum de la OTAN . La elección de esa frontera divisoria depende en última instancia de los criterios, sesgos o prejuicios de historiadores y sociólogos: la preferencia concedida alternativamente a la expresión en las urnas de la voluntad popular, el marco constitucional de la Monarquía parlamentaria, el compromiso de Juan Carlos de Borbón con la defensa de las libertades frente a sus compañeros de armas o la salida definitiva de España del lazareto franquista -donde había sido arrojada por sus turbias connivencias con la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini antes de la derrota del Eje- en el ámbito internacional.

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El pueblo soberano devolvió el poder legítimo a un partido derrotado en la Guerra Civil
El 'Nuevo Testamento' de ZP estaría construido sobre la arena sin el 'Viejo Testamento' de Felipe

Desde el punto de vista de la liquidación de las dolorosas consecuencias de la Guerra Civil y la posterior dictadura, tal vez el mejor candidato para esa función de cierre de la transición sea la arrolladora victoria del PSOE en las elecciones del 28-O: la desahogada mayoría absoluta de los socialistas en las dos Cámaras hizo inesquivable la investidura de Felipe González como presidente de un Gobierno monocolor. Así, la libre voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas devolvía el poder legítimo al partido que había sido despojado en 1939 de su desempeño por la fuerza de las armas; como anticipó el guión escrito por Jorge Semprún para una célebre película de Alain Resnais protagonizada por Yves Montand en 1966, la guerra, efectivamente, había terminado.

El PSOE fue durante la II República el partido hegemónico de la izquierda, aliado en el Gobierno con los republicanos durante el primer bienio y clave de bóveda del triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero del 36; precedido en el cargo por el veterano dirigente de UGT Francisco Largo Caballero, el catedrático socialista Juan Negrín -cuya calumniada figura el historiador Enrique Moradiellos ha rehabilitado en una notable biografía (Ediciones Península, 2006)- había sido el último presidente del Gobierno antes de la usurpación perpetrada por Franco.

Algunos grupos de izquierda con representación parlamentaria o situados extramuros de las Cortes han lanzado sapos y culebras contra la llamada Ley de Memoria Histórica que se discutirá la próxima semana en el Congreso: según estos negadores de la evidencia, el proyecto del Gobierno legitima la pesada losa de ocultamiento, amnesia y olvido -como la ley argentina de punto final- depositada por los protagonistas de la transición sobre la historia de la II República, la Guerra Civil, el exilio y la represión de la dictadura. Sin duda, el proyecto de ley deja al descubierto abundantes flancos para la crítica; también es cierto que la historia se halla sometida a un incesante proceso de revisión nacido del descubrimiento de nuevos datos y testimonios, así como de los cambios de método, orientaciones, supuestos y puntos de vista de los estudiosos: los problemas del presente se proyectan sobre el pasado a la hora de recrearlo y cada generación formula los suyos propios. Pero el supuesto pacto de silencio de los constituyentes de 1978 sobre el pasado es una estúpida leyenda urbana que se deshace al ser contrastada con los hechos al igual que las momias al ser desenterradas. Dirigentes que hicieron la guerra y soportaron el exilio como Santiago Carrillo y Dolores Ibárruri, o que padecieron torturas y condenas de siglos de cárcel como Ramón Rubial, Simón Sánchez Montero y otros muchos de miles de combatientes contra la dictadura, apostaron por la reconciliación nacional tras la muerte de Franco sin ceder en sus convicciones ni cometer la felonía de borrar el pasado.

Si el Diario de Sesiones y los centenares de miles de páginas de libros, revistas y periódicos publicadas desde 1976 no fueran suficientes para refutar las necedades vertidas sobre las 30 monedas de plata pagadas a los protagonistas de la transición por unos pérfidos compradores de su dignidad personal y honradez política (tan misteriosos al menos como los autores intelectuales del atentado del 11-M inventados por los urdidores de la teoría de la conspiración), el recuerdo del 28-O bastaría para desmentir la patraña. Tras más de 40 años, el pueblo soberano devolvió ese día el poder legítimo a un partido derrotado en la Guerra Civil.

Es seguramente inevitable que la evocación del triunfo socialista de 1982 remita a los 14 años de Gobierno de Felipe González, al igual que la semilla contiene prefigurado el árbol en su pleno desarrollo. Resultaría preferible, sin embargo, dejar solos en escena a los actores nada más levantarse el telón del primer acto, sin más perspectiva que su voluntad de representar la función. Pero quizá sea imposible llevar hasta ese extremo el fingimiento de una posición originaria basada en el velo de la ignorancia plagiada de John Rawls. En el tercer tomo de Tu rostro mañana, la excepcional novela de Javier Marías, un profesor oxoniense, colaborador en su día de los servicios de inteligencia británicos, sostiene que los individuos "llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y de circunstancias que por fin las conduzcan a sus cumplimientos". En ese sentido, se podría romper la sincronía del relato del 28-O para afirmar que Felipe González materializó de manera óptima y brillante durante los siguientes 14 años de Gobierno la oportunidad personal que le había deparado la historia en beneficio del resto de sus compatriotas.

Ya sé, ya sé que las implicaciones de la guerra sucia contra ETA (utilizada a comienzos de los noventa para derribar a Felipe González por los mismos políticos y periodistas que habían aplaudido a cuatro manos la peligrosa estrategia antiterrorista del ministro del Interior a mediados de los ochenta), los escándalos de corrupción ligados a la financiación de los partidos (las restantes fuerzas españolas imitaron también el funesto ejemplo de las democracias italiana, francesa y alemana) y el engreimiento autista del poder (la conducta de sus sucesores demuestra que no son necesarios 14 años del inquilinato en La Moncloa para contraer la dolencia) ensombrecieron sus años terminales del Gobierno como suele ocurrirles a los reyes teatrales de Shakespeare. Pero Max Weber ya había advertido metafóricamente en un luminoso ensayo que el mundo está regido por los demonios y que quien utiliza el poder y la violencia como medios para conseguir elevados fines está sellando un pacto con el diablo: "Quien busca la salvación de su alma, que no la busque por el camino de la política".

En cualquier caso, el jalón del 28-O es seguramente el hito más importante del periodo de la historia española contemporánea una vez clausurada la etapa de la transición a la democracia. No terminan de entenderse, por esa razón, las reticencias, los distanciamientos y los remilgos de buena parte del grupo dirigente del PSOE elegido en el 35º Congreso hacia el legado recibido de Felipe González y de la mayoría de sus compañeros de Gobierno (aunque una minoría demostrase que por sus venas sólo corrían probabilidades de ambición, codicia y vanidad), deudores también en su día de las decenas de miles de socialistas y resistentes antifranquistas que habían quedado a orillas del mar Rojo sin llegar a cruzarlo. El Nuevo Testamento de Zapatero estaría construido sobre la arena del desierto si el Viejo Testamento de Felipe González no hubiese previamente resuelto el problema militar, universalizado el Estado de bienestar, incorporado España a Europa, modernizado la economía y generalizado el sistema autonómico: el cambio del 28-O no ha tenido a partir de entonces marcha atrás en aspectos sustanciales para la vida de los ciudadanos.

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