Problemas
De un país que pierde una semana en dilucidar si a un señor que se llama Josep Lluís conviene llamarlo José Luis, y otra semana en decidir si una campaña como la de la zeta de Zapatero es mejor o peor que la del yogur con triglicéridos, cabría pensar que se trata de un país loco o sin problemas. O loco y sin problemas a la vez. No es, sin embargo, el caso. Gozamos de una salud mental envidiable, gracias a la cual los joseplluises (o joseluises, como ustedes prefieran) sobreviven cada día al caos ferroviario catalán y las aranchas o las arantxas llegan a su hora al trabajo, se ganen la vida en Madrid, Bilbao o Cáceres. Y no es fácil fichar a la hora, todo el mundo lo sabe, cuando hay que pasar antes por el cole de los niños o por el centro de día del abuelo. A poco que te entretengas en el cuarto de baño, caes en las redes del atasco. Lo más parecido a un parte de guerra es el informe sobre el estado de las carreteras que vomita la radio a primeras horas de la mañana.
Pero resulta que nuestro problema no son los salarios, ni la falta de guarderías o centros de día municipales, ni la evolución de la hipoteca, ni la siniestralidad laboral, ni el racismo, ni la ineficacia de los transportes públicos, ni las listas de espera hospitalarias, ni siquiera el cambio climático. Nuestro problema es el tamaño de la bandera que ondea en el balcón de la Diputación, cuando muchos ni siquiera sabemos para qué rayos sirve una Diputación (aunque sí, por desgracia, para qué sirve una bandera). Y como no teníamos bastante con cabrearnos por naderías del estilo de la de Josep Lluís o por el escaso ardor patriótico del vecino de enfrente, ahora tenemos que resolver deprisa y corriendo qué hacemos con la Monarquía, pues así lo ha decidido la Conferencia Episcopal, otra eficaz generadora de problemas reales.
Perra vida.
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