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Columna
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Fruta tropical

Vicente Molina Foix

Qué dulce es poder comprar medio kilo de kiwis y un mango a las diez de la noche en una ciudad tan rígida de horarios como Madrid. No vamos a reincidir en la cantada tragedia del pequeño comercio, por el que naturalmente todos sentimos una gran simpatía en nuestro yo romántico. Pero somos seres compuestos, y el usuario que también hay en mí querría que, por poner un caso, a las 15.30, y sin necesidad de ir a los grandes espacios, un pequeño tendero de mi barrio me vendiera una lata de atún. Por no hablar de la noche, en la que sólo las franquicias aguantan abiertas. La cosa está cambiando.

Al principio lo observé con curiosidad. En un estrecho local antes dedicado al corte de pelo (¿declina esa necesidad del cuerpo humano? ¿nos hacemos un poco más hirsutos?), abrió hace pocas semanas una frutería regentada por una familia foránea. De pasada creí, viendo en la vitrina unas hortalizas desconocidas, que era una tienda estrictamente étnica, como otras que he visto por Lavapiés, que sólo expenden carne halal y especias para unos curries con los que mi estómago ya no puede, y no por falta de ganas. Un día me llamó la atención un tomate global, quiero decir, un tomate que cualquier ensalada aceptaría sin denominación de origen. Y me paré delante de la puerta de la frutería: sus dependientes, dos indios jóvenes, venden de todo y todos los días, casi a cualquier hora, y su comercio es como los de antes, con la diferencia de que éste hace la felicidad de los vecinos más olvidadizos o desastrados. Cada día que paso veo más cola ante el establecimiento.

La Transición empezó para mí el día que encontré en el mercado de San Cayetano un kaki

Podrá parecer una metáfora facilota, o incorrecta, pero la ampliación de la oferta frutal en mi barrio tiene mucho que ver con lo que ya de un modo generalizado, aunque en unas zonas más que en otras, se ve por todo Madrid: la ocupación vital del espacio por los inmigrantes. Hace algún tiempo sólo eran cajeras de supermercado, cuidadores de ancianos, camareros, y en el metro cantores que irrumpían en agrupaciones folklóricas entonando melodías de sus altas tierras. Fue el momento en que mi barrio era rebautizado como la Pequeña Quito, por el número de sus ecuatorianos, seguidos a corta distancia por los peruanos. Ya no es así, del mismo modo que la fruta que ahora les compro de manera regular -descubierta la naturaleza de la tienda y sus maravillosamente laxos horarios- a los comerciantes asiáticos es también variada y rica. Ayer compré una papaya que pesaba un kilo, los higos chumbos te los dan ya raspados de pinchos, como en Marruecos, y hasta los jubilados se han pasado de la escarola a la rúcula. Mi infancia es un recuerdo de tristes ensaladas de lechuga, hasta que un día descubrí en Inglaterra (curiosa vuelta al mundo en 80 peniques) el aguacate, que allí llaman, juiciosamente avocado. ¿Por qué en la España de Franco no existía? Ni el aguacate, ni la endivia, ni el pomelo, ni el brécol. La Transición empezó para mí, verdaderamente, el día en que encontré en el mercado de San Cayetano un kaki.

Para amargarme el dulce de ese postre, hay un amigo que me recuerda que mi liberalismo frutal, caso de extenderse a las pequeñas librerías donde me surto y de las que en buena medida vivo, acabaría con ellas. Su recriminación me conmueve, y cada vez que la hace me siento culpable de la macedonia tropical que me he tomado esa misma mañana. Pero, ¿no sería posible, me pregunto yo, y se lo tengo que decir a mi amigo la próxima vez que le vea, que también los libreros acomodasen sus horarios a sus clientes, regalándoles esa oportunidad entre clandestina y sagrada de hojear libros y comprarlos a altas horas de la noche? Lo hacen en Londres, pero también en la Ciudad de México y en Buenos Aires (entre las ciudades que conozco), y me parece que Madrid debería poder ofrecer esas delicatessen en materia de letra impresa.

Sería otra forma de dulzura ciudadana. Salir de una librería al filo de la madrugada con un par de novelas y un libro de poemas, buscar un taxi, encontrarlo, subir, dar una dirección, entablar una conversación con el conductor y enterarse de que se trata de un ucraniano que lleva tres años en nuestro país, que habla bastante bien la lengua, que conoce razonablemente el callejero, y que se gana la vida de taxista, una profesión que, como la de frutero, quizá a nosotros mismos ya nos resulte un incordio.

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