ERC: debate aplazado
Contra lo que unos temían y otros esperaban, la reciente Conferencia Nacional de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) no desembocó en ningún guirigay ni ha provocado estropicio institucional alguno: nada que recuerde las pasadas emociones del Dragon Khan. Ello no resta, sin embargo, importancia ni significado político al evento. El mero hecho de que participasen en el cónclave 2.500 militantes, uno de cada cuatro y más de los que suelen concurrir a los congresos cuatrienales del partido, ya evidencia la representatividad de la conferencia y la trascendencia que le habían atribuido las bases republicano-independentistas.
La dirección de Esquerra desplegó un gran esfuerzo previo por templar gaitas, aceptando 436 enmiendas de las 458 presentadas, lo cual suponía una gran cantidad de concesiones verbales. Pero, además, movilizó a la mayoría de sus alcaldes en apoyo del oficialismo, minimizó la fuerza de las corrientes críticas y cabe suponer -es el abc de la política de partido- que pulsó todos los resortes del aparato para convocar a Barcelona, el sábado 20 de octubre, a la militancia más fiel, que suele ser también la más agradecida. Pues bien, a pesar de tales desvelos, lo cierto es que la enmienda a la totalidad presentada por Reagrupament.cat (sector que reúne al 8-9% de los afiliados) obtuvo en la conferencia un apoyo del 22%. Y que la confluencia de todos los críticos para exigir una renegociación del pacto tripartito de noviembre de 2006 alcanzó el 42,7% de los votos, mientras que el rechazo de la cúpula a esa hipótesis conseguía un ajustado 48,6%; se inclinó por el voto en blanco un nada trivial 8,6%.
Si Francfort es un éxito de ERC, un paso hacia la soberanía, ¿es entonces Venecia un fracaso, un retroceso?
Si tales cifras emanaron de una asamblea trufada de cargos públicos y funcionarios del partido -ahora, ERC también los tiene numerosos-, no parece temerario deducir que, entre las bases de a pie, los simpatizantes y los votantes, estos 10 meses de rodaje de la Entesa Catalana de Progrés han extendido importantes dosis de malestar y de desencanto. Los dirigentes republicanos más autocríticos atribuyen el fenómeno a errores de comunicación, a un déficit de pedagogía. Y los amantes de las teorías conspirativas de la historia pintan una Esquerra virginal, toda candor, víctima del contubernio mediático-financiero de quienes quisieran implantar la nefanda sociovergencia. Pero el problema es otro, y reside en la contradicción intrínseca del pacto que dio lugar al Gobierno Montilla.
Contradicción para ERC, naturalmente, que sus líderes quisieron salvar y justificar mediante la siguiente pirueta argumental: dándoles al PSC y a su candidato, pese a los resultados electorales, las llaves de la Generalitat no sólo conseguiremos que el independentismo penetre y crezca en los cotos sociológicos de la izquierda clásica; además -explicaron- vamos a atraer, a seducir, a arrastrar a los socialistas catalanes hacia el soberanismo y el autodeterminismo, con lo cual iremos forjando una mayoría social por la independencia.
Casi un año después, no se observa ni rastro de aquella presunta abducción ideológica. Más bien al contrario: durante el debate de política general de finales de septiembre pasado, el presidente Montilla afirmó la necesidad de superar "el dilema excluyente entre Cataluña y España"; al otro día, el portavoz parlamentario del PSC, Miquel Iceta, glosó un catalanismo despolitizado, y rechazó los planteamientos soberanistas como "atajos que no llevan a ninguna parte"; a su vez, el documento preparado por el Partit dels Socialistes para enmarcar su debate precongresual sigue remitiéndose al federalismo y habla de representar a "una Cataluña abierta a España, sin complejos". Ello, por no recordar que la eventualidad de un grupo parlamentario del PSC en el Congreso sigue durmiendo el sueño de los justos, y que los 21 diputados que deberían formarlo ni siquiera se han atrevido a votar contra el PSOE la exigencia de devolución inmediata de los papeles de Salamanca... Resulta bien significativo que, a la hora de subrayar sus aportaciones al actual Gobierno catalán, todas las figuras de Esquerra pongan el mismo ejemplo: la feria de Francfort. ¿Es Francfort un éxito independentista, un paso hacia la soberanía? Y, en caso de serlo, ¿es entonces Venecia un fracaso, un retroceso?
Así las cosas, no cabe sorprenderse de que en el seno de la masa social identificada con Esquerra existan incomodidad y decepción. Contribuye a alimentarlas el espectáculo de algún dirigente que lleva 20 años mandando, que ha cultivado el radicalismo verbal y propugnado las alianzas internacionales más peregrinas (por ejemplo, con la Lega Nord de Umberto Bossi)..., pero ahora, instalado en la poltrona, hace la apología de la gestión e imparte lecciones de pragmatismo y cordura. No, el pragmatismo no es una píldora de efecto instantáneo que los jefes de partido puedan administrar a sus bases el día que les conviene a ellos. Es un rasgo de cultura política que se destila despacio, del que la militancia de Esquerra renegó durante dos décadas y sobre el cual los líderes de la formación no han hecho una buena didáctica ni en 2003 ni, menos aún, en 2006. "Pactamos con Montilla para fortalecernos como partido de gobierno y, de paso, para favorecer la descomposición de Convergència i Unió. De la independencia, ya se ocupará la próxima generación": ése habría sido un mensaje nítido y clarificador. Pero se prefirió decir: "bajo la presidencia de Montilla, avanzaremos hacia la independencia", y de ahí las frustraciones de ahora.
El PSC ya ha hecho saber que no piensa pagar la terapia contra tales frustraciones; pero sólo el próximo 9 de marzo tendremos la medida exacta de ellas, y sabremos con qué amplitud y efectos se reabre el debate interno en Esquerra.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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