'Residentsia permanientie'
En seguida llegaremos a Barcelona, pero todavía estamos en un taxi acercándonos a Francfort en una mañana lluviosa y gris, un taxi, como decíamos el otro sábado, conducido por una taxista muy civilizada, y donde suena el adagio sostenuto del Concierto número II de Rachmaninoff.
La semana pasada me emplacé a contar aquí por qué la partitura de ese ultrafamoso, aterciopelado, romántico, bonito concierto lleva la dedicatoria "à Monsieur N. Dahl". Rachmaninoff estaba muy inseguro de sus facultades creativas y, habiéndose comprometido a estrenar en Londres un concierto para piano, estaba abrumado por un sentimiento de fracaso después del fiasco de su primera sinfonía, definida por un crítico que asistió a la première como "la música programática de las siete plagas de Egipto". Aquella velada catastrófica le condujo a una crisis nerviosa. Estaba bloqueado. No era capaz ni de dibujar una triste semicorchea. Sus amigos le convencieron de que se sometiera a terapia con un prestigioso psiquiatra, el doctor Nikolai Dahl. Rachmaninoff pasó los primeros meses de 1900 visitando a diario su consulta. "Diariamente", recordaría años más tarde en sus memorias, "oí la misma fórmula hipnótica repetida incansablemente mientras yo yacía semidormido en un sillón en el estudio de Dahl: 'Va usted a empezar a escribir su concierto muy pronto... Va a trabajar con mucha facilidad... El concierto será de excelente calidad'... Siempre igual, sin interrupción. Y aunque parezca increíble, la cura funcionó".
Después de la revolución bolchevique, Rachmaninoff se exilió en Estados Unidos. Nikolai Dahl se exilió también, en Líbano. Era un melómano y violonchelista aficionado y en Beirut no se perdía un concierto. He leído que por lo menos en una ocasión, en 1928, después de que se intepretara el Concierto número 2 en la sala de conciertos de Beirut, la audiencia, que conocía su benéfica participación en esa obra maestra, obligó con sus aplausos a Dahl a levantarse de su butaca y saludar. Era un hombre de larga barba blanca, muy pulcro y elegante. Murió en 1939, cuatro años antes que Rachmaninoff.
El fotógrafo Richard Avedon contaba la iniciación de su conciencia a los misterios de la belleza y el arte las tardes de su infancia que pasó sentado en la escalera de incendios de la casa de su familia en Nueva York, escuchando la música sobrecogedoramente bella que aquel gigantesco vecino, el concertista ruso, arrancaba a su piano...
El fotógrafo Avedon también contaba que la primera modelo de sus fotografías fue su propia hermana, una chica tan guapa que muy pronto "fue destruida por su belleza"; su propia imagen la vació, se volvió loca y hubo que encerrarla.
Avedon contaba esta catástrofe sin reservas, habían pasado ya décadas desde entonces, pero en su mirada permanecía una señal melancólica y una luz de alarma.
Desde luego la belleza es un agente de destrucción incomparable. No lo digo por el reportaje que echaron el otro día por la tele sobre la vida cotidiana de una supermodelo rusa. La rodeaban colaboradores y admiradores durante una cena en un restaurante de Nueva York. Hacían esfuerzos denodados para atraer su atención y su simpatía. Le regalaban chucherías, pastelitos, daban brincos de mono y volteretas, y ella agradecía todo eso con una sonrisa deslumbrante de ídolo.
¿Quién sobrevive a la admiración rendida de sus súbditos sin perder la razón? ¿A qué belleza o tirano no fulmina la adulación?
De aquella trágica Rusia emigrante y exiliada de las generaciones de Rachmaninoff y Dahl, de aquella trágica Rusia que, junto con España, le parecía a Cioran el único país con carácter de Europa (¡ay si nos viera ahora, don Emil!), llegan ahora a Barcelona la Global montones de rusos que incorporan al Babel de la calle su idioma melodioso y sonoro. No sólo los acaudalados nuevos rusos y aquellas familias de hace algunos años a las que el paterfamilias mafioso enviaba a la retaguardia levantina mientras él acababa de resolver algunos... asuntillos en Moscú, sino familias de turistas y grupos de hombres corpulentos, con el pelo rapado y aspecto muy inquietante, y trabajadores emigrantes que cuelgan en un escaparate de la calle de la Unió sus mensajes buscando empleo o habitación, y también jovencitas pálidas, o más que pálidas, descoloridas, como si el vampiro las hubiera mordido en el largo cuello y las hubiera vaciado de sí mismas y cuarteado la laca de las uñas...
En un chalet de Pedralbes está el consulado adonde de vez en cuando han de ir a renovar papeles. A veces en la antesala hay que hacer cola, y entonces se oye -bajo los carteles que avisan: "Estimados señores, los visados se tramitan con la condición del pago previo de las tasas", y: "Estimados señores: las cámaras están grabando"- ese idioma formidable, que allí se habla en susurros. A veces se asiste también a uno de esos dramas de la emigración, como el otro día cuando la pálida Tamara o Nadia sostenía entre sus manos un formulario tembloroso y, entregada a la desesperación, lloraba lágrimas y palabras, entre las que se entendía de vez en cuando el escollo insalvable, formulado ya no en tono implorante, sino en el sustrato más profundo de la desesperación: "Residentsia permanientie en Españia... ¡Residentsia permanientie en Españia!...".
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