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Columna
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Localismo y ciudadanía

No estoy muy al tanto de si, cuando los teólogos federales de Gran Bretaña y Nueva Inglaterra le daban vueltas a las teoría bíblicas de la Santa Alianza, tenían ya en su horizonte mental una concepción del federalismo. Pero, en cualquier caso, el foedus, de reminiscencias pactistas romanas, acabaría trasladándose a la forma de organización social basada en relaciones de coordinación, y, a la postre, unida a la idea de contrato social. Y el federalismo político terminó identificándose con estructuras de plasmación real compleja, en experiencias tan distintas como la de Estados Unidos, sin problemas heredados de un régimen jerárquico preexistente, y las europeas, en donde hicieron sentir su peso los revolucionarios franceses a través de la hostilidad que profesaban al espíritu federalista.

A pesar de los pesares, el modelo federal acabaría por abrirse paso, amparado por el pensamiento teórico de Alexis de Tocqueville o de Hayeck, quienes consideraban la centralización muy negativa para la democracia. Lo que resultaría difícil de imaginar entonces era la actual globalización, no porque no pudiera ser anticipada por el pensamiento racional, sino más bien por la atropellada aparición del progreso técnico. Y ahí estamos, con la necesidad de instrumentos eficaces y de gestación democrática para resolver nuevos problemas de dimensión supraestatal, al tiempo que la envergadura local de las políticas se acomoda mal en las estructuras del Estado westfaliano.

Pocos sostendrán hoy que no es importante la defensa de ciertas tradiciones, de formas concretas de ver el mundo, cuando se nos viene encima una avalancha de uniformismo. Es lo que algunos empezaron a llamar "los límites culturales de la globalización". Y hasta ahí todo bien, pero si la mano se va por exceso, estaremos en riesgo de reproducir hacia dentro, o de hipervalorar, lo contiguo, lo propio, lo cercano, es decir, la estrepitosa caída en el localismo.

Deberíamos reconocer, por evidente, que algunos Estados, el español por ejemplo, en un muy corto espacio de tiempo, rompió los costurones del centralismo y alumbró un orden político-administrativo relativamente singular en el que, ahora mismo, muchas piezas chirrían, como si faltase capacidad de engrase y todo fuere sumiéndose en una opaca mermelada. Galicia no es ajena al fenómeno, con el agravante de que, ante la imperiosa necesidad de conseguir masas críticas indispensables para negociar con el estado, con Europa y con los grupos de presión, despilfarra energías indispensables para el trato con el otro. Y ello al tiempo que ha estado pavimentando el camino más para el clientelismo que para la ciudadanía. Quizá abusando de la burla, la gente se atreve a ironizar sobre la "maldición del tres" para los proyectos gallegos, casi siempre de infraestructuras: o no llegamos o nos pasamos. Remedando al "metahuevo" del cocinero Marcelo, se nos multiplican los comensales, cada uno con su ración de salsa de chorizo (millones de euros) para meter en el presupuesto, en un ejercicio de deshacer país verdaderamente eficaz.

Claro que las disputas electorales se maximizan en el contexto municipal y sería milagroso que los aspirantes al poder local no aprovechasen los mimbres de lo inmediato para construir la armadura de sus gobiernos. Pero si en el envite se fragiliza sistemáticamente la adhesión del ciudadano al conjunto de la comunidad, la capacidad de enfrentar problemas en "la dimensión regional" pasa a ser papel mojado. Y, sin embargo, no es difícil seleccionar algunas apuestas ante las que la ciudadanía debería primar sobre esa mezcla estéril entre localismo y populismo. Me atrevería incluso a citarlos para el caso gallego: formación universitaria, profesional y tecnológica; estructuración de los modos de transporte con sentido de país, tomadon una decisión sobre el aeropuerto central de Galicia, habida cuenta de la llegada del tren de alta velocidad; acuerdo por el territorio, volviéndolo más funcional y respetuoso con el medio ambiente. Con sólo esta enumeración, cualquiera puede advertir la presencia constante de la variable local en las decisiones autonómicas. Ahí está la oportunidad del "nosotros" frente al "mío", infructuoso y superfluo.

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