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Columna
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Galicia en el ciclo

Como en tantas otras cosas, la primera noticia que tenemos sobre la existencia de los ciclos económicos está en la Biblia. En el Génesis se narra cómo Yahvé, a través de José, avisa al Faraón de que llegarán a la tierra de Egipto siete años de gran abundancia seguidos de otros siete en los que el hambre consumirá a la tierra. Y aconsejó Dios al Faraón que buscase "varón prudente y sabio" que se dedicase los primeros siete años a guardar trigo para hacer frente a los siguientes siete años de miseria.

Muchos siglos después, Keynes volvió a aconsejar a los gobernantes la misma exitosa receta: ahorro en las épocas de expansión, gasto en las de contracción. Keynes, aparentemente, no había sido informado por la divinidad sobre la duración del ciclo; por lo que las propuestas keynesianas de política económica se orientaron a recomendar la intervención discrecional de los gobiernos a través de las políticas presupuestaria, fiscal y monetaria, dirigidas al ahorro en tiempos de vacas gordas, y al gasto en los de vacas flacas.

"Quizá debe plantearse romper esa dinámica 'conseguidista' en la que nos hemos embarcado"

Con una fe similar a la que el Faraon depositó en el Dios de los judíos, Keynes creía ciegamente (como ha destacado su principal biógrafo, Roy Harrod) en la idea de que el gobierno democrático estaba en manos de una aristocracia intelectual que trabajaba desinteresadamente por el progreso y el crecimiento económico estable y sostenido.

Pero tras décadas de keynesianismo práctico, ya en los años 80 del pasado siglo se llegó al convencimiento de que la hipótesis del gobierno ilustrado en el que Keynes confiaba era poco descriptiva de la realidad: el primer objetivo de quienes ocupan el gobierno suele ser volver a ganar las elecciones, y si las recomendaciones de Keynes habían tenido éxito se debía, sobre todo, a lo bien que encajaban en esa finalidad: instaurada la discrecionalidad política como instrumento de política económica, los gobiernos democráticos pudieron buscar la reelección incrementando el gasto sin subir los impuestos, pero llevándonos al déficit público crónico, a la inflación y, en buena medida, al desempleo. Lo que en teoría eran recetas para paliar el ciclo económico (de)generaron (en) otro ciclo, ahora político-económico, perfectamente reconocible: en vísperas de elecciones se incrementa el gasto público y se reducen los impuestos, con independencia de la marcha cíclica de la economía y de las necesidades del momento.

De forma harto significativa, retornamos a las tesis (liberales-clásicas) de nuestros abuelos: la desconfianza en la clase política obliga a establecer límites jurídicos y constitucionales a su discrecionalidad, que en nuestro caso se plasmaron nada menos que en el Tratado de la Unión Europea; se impusieron como requisito para el acceso al euro; y, por si fuera poco, se legislaron en la entonces (2001) controvertida y hoy todavía vigente Ley General de Estabilidad Presupuestaria, norma que ata más aún las manos de nuestros gobiernos estatal, autonómico y local, al menos a la hora de recurrir al déficit y al endeudamiento.

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Asistimos ahora, afortunadamente dentro de esos límites, al debate del último presupuesto de la legislatura de Zapatero, un debate que expone sin disimulo la existencia de un ciclo político-económico: se anuncian, sin formar parte de otro plan que reforzar las opciones electorales del actual Gobierno, descuentos fiscales y ayudas económicas directas de todo tipo; se avanzan pagos por deudas históricas, y se realizan sustanciosas inversiones en según qué autonomías: justamente en aquellas en las que se dirimen los escaños que permitirán alcanzar una mayoría de gobierno.

Un juego en el que Galicia (donde como mucho bailan dos o tres escaños) queda, una vez más, básicamente al margen; y a la que poco más se le dice (al igual que en materia de transferencias) que mantenga la fe, porque hay (o habrá) "varón prudente y sabio" al frente del Gobierno. Pero por mucho que la fe sea una de nuestras más significativas características, quizás haya llegado el momento de plantearse el romper esa dinámica "conseguidista" en la que nos hemos embarcado y nos demos cuenta de que lo que realmente nos conviene, más aún que obtener inversiones o réditos a corto plazo, es propiciar un debate racional en todo el Estado sobre los criterios y las reglas a aplicar para que el Estado, con criterios más o menos inmunes a los ciclos político-económicos, realice sus funciones constitucionales de redistribuir la renta y de cohesionar su territorio.

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