Imago Mundi
A pocos kilómetros de Florencia hay una villa rodeada de cipreses donde los Médicis tenían una biblioteca fascinante, no sólo por los libros que contenía sino porque allí se guardaban en grandes pliegos enrollados los mejores mapas de mundo. Uno de los protegidos de los mecenas, el geógrafo Toscanelli, fue trazando, una a una, todas las rutas conocidas, basándose en la correspondencia de los mercaderes e ilustró los márgenes con animales extraños que simbolizaban el misterio de los continentes: una jirafa, un rinoceronte, un dodó... Nadie que haya contemplado esos pergaminos alguna vez, podrá olvidarlos jamás.
Hay algo insólito en la belleza de los mapas, un hechizo de la distancia que nos empuja a ver el mundo en toda la dimensión misteriosa de sus simas y cordilleras. Pero existen personas a quienes les producen vértigo los horizontes abiertos y por eso se dedican a clausurarlos, de ahí que la tierra esté llena de cotos vedados. Hay gente que no es capaz de concebir la vida fuera de sus coordenadas de nacimiento y para ellos intentar comprender un atlas sería como cargar con una maleta que no les pertenece. Buena parte de los problemas derivados del concepto de frontera se resolverían con una simple lección de geografía, por eso los grandes viajeros fueron casi siempre hombres libres de las servidumbres políticas, más preocupados por el misterio de un pozo artesiano o el hallazgo de una marisma de tortugas, que por cualquier designio patriótico; tipos solitarios y algo soñadores, que, como los marinos de Conrad, no acababan de sentirse cómodos en la rutina diaria y gris de los funcionarios del estado.
Con los mapas ocurre lo mismo que con algunos cuadros, que no se pueden contemplar totalmente desde fuera, porque a poco que te acercas, te absorben, como sabe cualquiera que haya estado alguna vez a solas delante de una obra de arte.
La semana pasada el FBI y la Interpol localizaron en un anticuario de Sydney el mapamundi incunable de Ptolomeo que fue robado hace unos meses de la Biblioteca Nacional. En Nueva York apareció también otro documento arrancado de una edición de 1508 de la obra Geographiae, que es una pieza única porque se trata del primer mapa de la historia donde se hace una referencia al Nuevo Mundo.
Desde Heródoto el hombre aprendió a trazar los rumbos de sus viajes como las líneas de un laberinto encantado. Por eso todos los mapas encierran una dosis de secreto y otra de tesoro.
Seguir el rastro de un mapa robado es el último oficio romántico. Para desempeñarlo no basta con tener vocación aventurera, es necesario también un soplo de fantasía derivada de aquel designio infantil que todos hemos perseguido alguna vez, cuando de críos nos conjurábamos a la salida de un cine de barrio para seguir los pasos de un pirata llamado Long John Silver.
Tal vez por eso la aparición de estos mapas tiene más importancia de la que pudiera parecer, porque, frente a la saturación de patrias y banderas, su cosmografía limpia aún guarda el sueño de una utopía universal.
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