El aliento de la Ealing
Tras el final de la II Guerra Mundial, los estudios de cine británico Ealing se especializaron en un tipo de comedia que haría furor a lo largo de dos décadas. Sus películas, negrísimas, desternillantes, de trama habitualmente insólita y con un tratamiento de la muerte alejado de la trascendencia, son aún hoy un modelo de humor inteligente para todo tipo de público.
Desde entonces, los intentos por resucitar las señas de identidad de la productora Ealing han sido habitualmente baldíos, aunque también es cierto que alguna esporádica tentativa obtuvo gloriosos resultados, caso de Un pez llamado Wanda (Charles Crichton, 1988). En la última década, tan sólo Despertando a Ned (Kirk Jones, 1998) se acercaba al descaro narrativo de las míticas historias de la Ealing (El hombre del traje blanco, Oro en barras, Whisky a go-gó...). Hasta la llegada de Un funeral de muerte, escrita por el londinense Dean Craig y dirigida por el estadounidense Frank Oz, notable divertimento basado en una razonable ración de incorrección política, de gamberrismo y de mala baba, aderezado con algún toque escatológico, siempre en la medida justa para enganchar a los más descarados y no asquear a los más recatados.
UN FUNERAL DE MUERTE
Dirección: Frank Oz. Intérpretes: Matthew Macfadyen, Keeley Hawes, Alan Tudyk, Peter Dinklage, Rupert Graves. Género: comedia. Reino Unido-EE UU, 2007. Duración: 90 minutos.
El veterano Oz, capaz de lo mejor (In & Out) y de lo peor (Bowfinger, Las mujeres perfectas), dirige la función con esmero, ritmo y sin cargar las tintas en el plano detalle explicativo del chiste físico, algo en lo que suelen caer la mayoría de directores actuales y que con demasiada frecuencia hunde buena parte de las secuencias-estrella escritas en el guión. Mientras, la desmitificadora visión del óbito pergeñada por Craig se impone con un tratamiento que, evidentemente, remite a dos de los hitos de la Ealing: Ocho sentencias de muerte (Robert Hamer, 1949) y El quinteto de la muerte (Alexander Mackendrick, 1955).
En un escenario único (una casa de campo donde se desarrolla el funeral por un hombre sin aparente tacha, pero de oscuros secretos) y en intervalo reducido, casi en tiempo real, la historia se basa en algunas de las claves de la comedia de siempre: desobediencia a la autoridad, lucha de clases, ensañamiento con la pretenciosidad, alteración de los comportamientos habituales para provocar situaciones chocantes, enredos en torno al amor y cierta desmesura física.
El resultado de tal conjunción es una película tan agradable como jocosa, protagonizada por rostros no demasiado conocidos (el más recordado es Peter Dinklage, el actor enano de The station agent), que sin llegar a niveles que la hagan pasar a la historia (en ocasiones los gags tienden peligrosamente hacia lo blanco, y otros pecan de cierta indolencia), al menos supone un más que meritorio intento de recuperación de un humor imperecedero, pero lamentablemente poco transitado por las nuevas generaciones de comediantes.
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