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Columna
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El conjunto vacío

Josep Ramoneda

España no ha conseguido tener una fiesta nacional realmente compartida y celebrada por todos. Desde que se reinstauró la democracia, la Fiesta Nacional ha ido dando tumbos sin conseguir interesar a nadie. Actualmente, es el 12 de octubre, fecha de resonancias franquistas, porque era en aquella época el día de la Hispanidad, según la retórica de España como madre patria de Latinoamérica. El 6 de diciembre es el día de la Constitución. Pero tampoco ha cuajado como Fiesta Nacional. Dice Yuri Andrujovich que "las comunidades más felices son aquellas que no tienen necesidad de una referencia histórica". España, desde luego, no parece haberlo encontrado. Pero tampoco sabe hacer de ello un factor de felicidad. La complejidad del demos español hace difícil habilitar un territorio simbólico común. El último punto de acuerdo ha sido la Constitución, pero es demasiado reciente para alimentar una narrativa sobrecargada de sentido que es lo que parecen exigir las Fiesta Nacionales. Y, al mismo tiempo, como toda Constitución es un hito, marca una etapa, pero es, por definición transitoria. Para mí sólo hay una figura histórica sobre la que asentar un futuro compartido: el recuerdo de la Guerra Civil como aquello que no se puede repetir jamás. Este debería ser el objetivo principal de una ley de memoria histórica. Ya que no nos ponemos de acuerdo sobre lo que debe ser España, compartamos por lo menos lo que de ningún modo puede volver a ser.

Toda conmemoración es un ejercicio de memoria. Pero con una peculiaridad: tiene pretensiones fundacionales. Es decir, políticas. En la modernidad, la promesa de un futuro ha sido el valor añadido que la política aportaba a la identidad. La política como proyecto. Albert Camus ironizaba sobre "los que han colocado un sillón con el sentido de la historia". Las conmemoraciones eran jalones en un trayecto que prometía un futuro mejor. Desde luego no es el caso de la Fiesta Nacional española. "Cuánto más se habla de patria menos existe ésta", escribía Sebald. Y en esta tesitura estamos, felizmente. En tiempos en que los Estados-nación están en crisis por su incapacidad de dar respuesta política a los problemas que genera la globalización de la economía, en tiempos en que la patria "deja de ser un sitio", los esfuerzos para restaurar el juego simbólico de las conmemoraciones y las continuidades están condenados a la inutilidad. Ciudadanía, narración compartida y territorio van separándose poco a poco. Y los nuevos imaginarios traspasan las fronteras. El estado de desamparo en que la nueva relación espacio-tiempo, a la que llamamos globalización, deja a la ciudadanía es un territorio propicio para colocar la identidad colectiva bajo el signo del miedo. Y el miedo facilita la tarea de los poderosos, porque paraliza a los ciudadanos y los hace más propensos a la servidumbre voluntaria, pero debilita a la sociedad abierta y empobrece sus valores. El PP sabe mucho de ello. Por algo participó en la revolución del miedo, la revolución conservadora de la Administración de Bush, de la que, de no haber perdido las elecciones, el PP habría sido uno de sus representantes comerciales en Europa.

Paul Ricoeur aconsejaba "no permanecer prisioneros de la noción de identidad colectiva que se refuerza actualmente bajo el efecto de la intimidación de la inseguridad". Pero el PP ha decidido aferrarse a ella, como última trinchera desde la que combatir a un zapaterismo lastrado por sus querencias caóticas. La celebración de la Fiesta Nacional coincide con un momento de tensión entre el nacionalismo español y los nacionalismos periféricos. Ante lo cual, PP y PSOE han optado por pugnar por los símbolos nacionales. El PP ha hecho sonar las campanas del más rancio españolismo mandando a sus juventudes como fuerza de choque. Una inútil voluntad de restauración de las esencias nacionales, contra la evidencia de una realidad plurinacional, por parte de un PP que hace caso omiso a las advertencias de Ralph Dahrendorf sobre el negro destino de aquellas sociedades en que las ataduras pueden más que las opciones. Frente a tal griterío todo lo que haga Zapatero parece descafeinado. Y, sin embargo, está más cerca de la realidad de un país que, no por casualidad, tiene un himno sin letra. Es la mejor expresión de una realidad nacional como conjunto que se ha quedado vacío de tanto sobrecargarlo. Y la mejor promesa de felicidad colectiva según la tesis de Andrujovich.

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