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Columna
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Caridad

Los actos de fe no se detienen en el escapulario, la consulta del médico ni el acta matrimonial. Existe uno mucho más doméstico: depositar una moneda en un cesto para sentir en el alma el frescor de la bondad y confiar en que hemos contribuido a hacer el mundo un poco menos miserable. A pequeña escala, dicho acto consiste en abandonar calderilla sobre la palma del mendigo que ocupa el umbral de la parroquia. Si la cosa va más lejos, pueden vaciarse los altillos de ropa vieja, exhumar esas bermudas mal estampadas o el anorak elegido por la polilla para limarse la dentadura, y empaquetarlo todo en bolsones de basura que una familia de Etiopía o Angola lucirá orgullosa las mañanas de domingo. Seguro que mamá se sumaba también a semejante optimismo cuando, respondiendo a la llamada del profesor de Religión, nos enviaba al colegio con los reglamentarios paquetes de arroz y las cajas de leche que tendrían por destino, después de franquear mares ignotos, poblaciones del desierto y la jungla donde el hambre se repetía en los calendarios con la asiduidad de las fiestas de guardar. El siglo XX ha aportado al ejercicio de la caridad las ventajas de un mundo sistemático y organizado; la burocracia, ese ser lleno de tentáculos, antenas, cuernos y otros apéndices, permite refinamientos tales como apadrinar a una criatura de la que ni siquiera conocemos el nombre o el color de los ojos y ayudarle a comprar los manuales con que intentará aprender a leer en esa choza mal erguida que en su aldea llaman escuela. Pero la fe es un acto meritorio y hace acreedor al cielo porque contiene, claro está, una cuota de incertidumbre. El humanitarismo y una ceguera voluntaria, si es que se trata de cosas distintas, deciden soslayar la posibilidad de que la moneda del cesto adopte la forma de una botella de vino en vez de la de leche en polvo, de que la ropa brindada pase a alimentar el tenderete de algún mercadillo de barriada, de que desaprensivos de marca mayor aprovechen arroz, galletas y montos bancarios para costear un chalé que, ciertamente, no disfrutará ningún huérfano. Con frecuencia, como han demostrado acontecimientos recientes, la caridad mal entendida empieza por uno mismo.

De modo que no hay más remedio que recibir con aprobación la iniciativa de la obra social de Cajasol que, en colaboración con la Fundación Lealtad, ha impulsado unos talleres tendentes a mejorar la gestión de las Organizaciones No Gubernamentales y aumentar la transparencia de unas transacciones demasiado a menudo ensombrecidas por el borrón y la cuenta nueva. Al fin y al cabo, si a los inversores en bolsa se les da la oportunidad de conocer por dónde circula su dinero, qué recovecos ha elegido para esconderse y si sube o se hunde en los paneles de los mercados, quienes dediquen sus ahorros a tratar de mejorar las condiciones del prójimo deberían contar también con el derecho de apreciar los colegios, clínicas, carreteras y comedores que se elevan bajo su patrocinio. Los últimos descubrimientos de desfalco y aprovechamiento indebido por parte de sujetos sin escrúpulos de un capital que no les pertenece han dañado ostensiblemente la imagen de unas asociaciones que, por desgracia, casi constituyen el último reducto de solidaridad real que resta en esta era de poscapitalismo y política de tierra quemada. Visto que los gobiernos de la Tierra no se revelan capaces de ponerse de acuerdo alrededor de las mesas y que se niegan a asumir su responsabilidad en la construcción de un mundo cada vez más asimétrico y plagado de contrastes escandalosos, la caridad organizada parece la única vía accesible a todo aquel que aspire a cabecear en su almohada sin sufrir los bofetones de la conciencia. Ignoro si, en el fondo, todo ese arroz, galletas, medicamentos y guarderías contribuirán a sanear el futuro de sus destinatarios tal y como prometen los anuncios, pero lo que sí es seguro es que ayudarán a conciliar el sueño a muchos padres de familia tal vez inquietos por su desinterés hacia la realidad de los telediarios. Sea con el pretexto del compromiso o con el del soborno moral, al menos habrá algún beneficiario. Alguien con necesidades más perentorias y sangrantes que el dichoso chalé.

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